Juventud interrumpida
No se requiere ser de un bando político o de otro para legitimar la indignación.
A los ocho jóvenes de Samaniego les troncharon la vida. Sus ojos ya no verán el mar. Ni volverán a ver el fulgor de una noche estrellada. Tampoco podrán soñar con los manantiales que en esa región de Nariño se desprenden de las cordilleras. Antes habían caído cinco niños afros en un cañaduzal al suroriente de Cali. Y después, y después, más jóvenes. Esas muertes duelen. No se requiere ser de un bando político o de otro para legitimar la indignación. Suficiente con tener el corazón del lado de la vida y la dignidad humana.
Pienso con amargura en los consumidores de cocaína, que en algún lugar donde haya demanda afiebrada, posibilitan, en medio de su propia evasión, que existan corredores de narcotráfico y delincuencia en una lejana región de Suramérica que nada les importa. Esas son las venas abiertas que no tuvo en cuenta el escritor Eduardo Galeano, arrepentido de su libro al final de sus días. Al pensador francés Jacques Attali, que ha escrito mucho sobre el futuro de la sociedad, le preguntaron por lo que va a seguir después de esta pandemia. Fue bastante discreto en su respuesta, como quien no sabe bien, que es como piensan los sabios desde Sócrates. Se atrevió a decir que la salud y la educación serán los protagonistas del mundo tras la peste de ahora. Pero todavía eso puede ser abstracto para nosotros.
La salud es atención oportuna, medicamentos al alcance de todos, vacunas que no tuvieron incontables infectados y tantos seres humanos que siguen falleciendo en los hospitales. Educación son niños y jóvenes que crecen con ilusiones y proyectos, pero que mientras tanto solo miran a los computadores para recibir clases virtuales en las que se les puede ir la vida palpitante, congelada en imágenes de una pantalla, sustituto a medias del aprendizaje socializado, compartido, disfrutado más allá de las cuatro paredes de sus casas. La educación tampoco les llegó a los jóvenes de Samaniego, ni a quienes en tantos barrios y veredas de nuestro país los asaltaron con sangre. Pandemia y muerte. El anverso y reverso temible de una moneda con la que estamos pagando guerras ajenas. Sin embargo, uno espera que se aborden las masacres sin oportunismos políticos. Estamos cansados del diagnóstico reciclado que insiste en que vivimos en un país que venera la cultura de la muerte. Nos matamos todos los días, dicen. No es así, los colombianos no somos violentos ni matones. Eso no va en nuestra sangre ni en nuestra herencia cultural sino en la mente de grupos criminales que llevan años, y continúan reproduciéndose, al margen no solo de la ley sino también en contra de la voluntad mayoritaria que queremos paz, respeto por la vida humana, solidaridad, que no impide discrepar civilizadamente.
Si la salud y la educación van a ser protagonistas del mundo por venir, que el Estado y la sociedad les aseguremos a jóvenes y niños, de las veredas campesinas a los barrios más urbanizados, acceso igualitario a los sistemas de salud, y a colegios y universidades. La tarea es enorme.
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