En una entrevista que dio Alejandro Gaviria a EL HERALDO, el recién nombrado Ministro de Educación dijo que su vida ha sido, en esencia, la de un educador. Para quienes hemos sido toda la vida educadores y creemos que educar es más una profesión de fe en la capacidad que tiene todo individuo de cambiar su ser más que de solo aprender a hacer, sus palabras son reconfortantes.

En los tiempos que corren, dirigir la educación ha ido adquiriendo unos visos más gerenciales que un compromiso social y humanístico. No quiere decir que el manejo de la educación no deba tener la racionalidad de la administración, palabra que precisamente se origina en la raíz latina de donde parte el término ministro, que además significa “servidor”. El servicio que le prestará a la educación colombiana se basa en conocimientos y aptitudes que tiene Alejandro, heredados en parte, si cabe la expresión, de su padre, a quien conocí y traté cuando ambos éramos rectores de la Universidad EAFIT él y yo de la del Norte.

La meta que se propone, confiesa, es la gratuidad y la universalización de la educación superior”, objetivo muy exigente. Se necesitan cuantiosos recursos económicos públicos para cumplirlo, pero cuenta para ese fin con el respaldo del presidente electo Gustavo Petro, quien se lo expresó al hacer público su nombramiento. Sin duda alguna que la dificultad con la que tropiezan los ministros para desarrollar a plenitud la gratuidad son los limitados recursos presupuestales del Ministerio, pese a que en los últimos años han crecido notoriamente. No obstante, los profesores y los estudiantes reclaman más y con toda razón. La cobertura actual de la educación superior colombiana llega a un 57% de la población que está en edad de cursar estudios universitarios. Es evidente que falta por cubrir un porcentaje alto todavía.

Pero no basta con cumplir con una cobertura universitaria cada vez mayor y con la meta expresa de volverla gratuita. La pregunta que la acompaña es qué se hará para elevar la calidad de la educación colombiana. Incrementar la cobertura, incluso gratuita, sin aumentar la calidad sería condenar a los jóvenes del país a la mediocridad intelectual y profesional, y por ende a no ser competitivos en el mercado no solo local sino internacional. Si la gratuidad va a ser enormemente costosa, la calidad lo será más : se necesitan más profesores con formación doctoral, laboratorios, bibliotecas y tecnologías educativas de punta, formación pedagógica para el aula y la virtualidad que no se improvisan, investigación y publicaciones científicas de nivel internacional, en suma, condiciones óptimas para desarrollar ambientes académicos rigurosos entre profesores y estudiantes. Todo eso cuesta mucho dinero. Alejandro Gaviria lo sabe como rector que fue de una universidad de alto rango como los Andes. Y por último, pero no menos importante, el aporte de las universidades privadas es de mucho peso en el país. No conviene dejarlas por fuera de incentivos económicos estatales, aunque la gratuidad esté dirigida a la educación pública.