El proceso de elaboración de un texto puede engendrar monstruosidades psicológicas (y estéticas) casi pavorosas. Me referiré a dos que son la una la antípoda de la otra.
Sabemos que uno de los modos en que proceden los escritores frente a la página en blanco consiste, en primer lugar, en redactar de pe a pa, al correr de la pluma y apenas sin interrumpirse, el texto que se proponen elaborar, que puede ser un artículo, un corto ensayo o un poema (en cuyo caso el objetivo puede alcanzarse en una sola jornada, aunque sea en forma de borrador) o sólo un capítulo o un fragmento de una obra mayor. Hecho esto, vuelven sobre ese texto una y otra vez para revisar y modificar buena parte de los enunciados o párrafos que lo componen, hasta que obtienen una versión satisfactoria de él y lo envían al editor.
Pero hay otro modo mucho menos habitual de realizar el anterior proceso, uno que se acerca ya al terreno de lo asombroso y lo singular. Consiste en que el autor, una vez escrita la primera oración del texto, ya no avanza nunca hacia la siguiente sin antes haber sometido aquélla al riguroso proceso de revisión y corrección que otros aplican a la totalidad del borrador. En esta otra técnica de composición, el texto, pues, se escribe oración por oración, de modo que cada una muta en numerosas variantes estilísticas antes de adoptar la definitiva, y sólo entonces da paso a la otra, que a su vez atraviesa el mismo tormento de purificaciones, y así sucesivamente. Es un procedimiento raro, ya lo he dicho, pero puedo dar un ejemplo de alguien que obraba más o menos así: el García Márquez tardío, el de la etapa que arranca con El otoño del patriarca.
Y aquí viene ahora, como una exacerbación del método anterior, la primera monstruosidad. Sucede que la intensa corrección y modificación a que es sometida cada oración no implica que las sucesivas variantes estilísticas que con ello ésta va asumiendo sean borradas o sustituidas por cada nueva que aparece, sino que el autor decide acumularlas todas, como quien conserva por aparte las distintas capas de un palimpsesto. El resultado es que puede llenar mil páginas con las incontables variantes de una sola y misma oración, puestas una a continuación de la otra. De un escritor que proceda así, sólo por ahora, que yo sepa, da cuenta la ficción. Joseph Grand, un personaje secundario de La peste, de Albert Camus, escribe en efecto indefinidamente en unos papeles las más variadas modulaciones de esta frase: “En una hermosa mañana de mayo, una esbelta amazona, montada en una suntuosa jaca alazana, recorría las avenidas llenas de flores del Bosque de Bolonia”. En una labor de meses, la repite con obcecación, pero siempre, como indica el narrador de la novela, retocándola sin cesar, enriqueciéndola o empobreciéndola.
La inversión total de tal monstruosidad es la que origina la segunda. Ya hay que estar loco para incurrir en ella. Y loco, extraviado en la insania absoluta, está ciertamente el único (o más famoso) hombre a quien se la hemos visto cometer. Se llama Jack Torrance, otro personaje de ficción –el protagonista de El resplandor, la novela de Stephen King o el filme de Stanley Kubrick, como prefieran–, quien, durante su aislamiento en calidad de celador de un hotel cerrado por la temporada, aprovecha para escribir una novela aplazada y, al cabo de dos meses de arduo trabajo, cubre cientos de páginas con esta única línea repetida ad nauseam: “Trabajar demasiado y no jugar hace de Jack un muchacho aburrido”.
Escribir, ya lo ven, no es siempre una inocua y sana actividad.
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