La corrupción como fenómeno social y cultural produce efectos en lo jurídico, lo político y económico, pero su génesis no está sólo en la celebración indebida de contratos, o en cohechos, concusiones, tráficos de influencia, abusos de poder, entre otros; el verdadero orígen hay que buscarlo en la persona que desarrolla dichos actos, en las incapacidades o incompetencias axiológicas que se ven reflejadas al no actuar con ética, transparencia y honestidad en los sectores de desempeño personal, que luego trascienden al terreno laboral de lo privado o lo público, haciéndose más notorio en éste último, por la lucha entre poderes de las ramas de nuestro árbol estatal, que también se han visto infectadas.

Al estudiar la etiología de la corrupción, puede anotarse que algunas causas son de orden personal, cultural y otras son incluso institucional o funcional, en las primeras es fundamental concentrarse en que la corrupción no nace por sí sola, nace cuando existen sujetos que realizan actos de corrupción.

Como reacción social a la corrupción, aparecen dinámicas académicas, mediáticas, y políticas para diseñar y pronunciar fórmulas capaces de derribar este fuerte roble cultural; con proyectos, actos pedagógicos y actualización curricular que logren influir en la conciencia y la actitud social; desde lo mediático, se proponen alternativas a través de la ejecución de campañas gestadas a partir de la responsabilidad social empresarial, como del incremento en el desarrollo del periodismo social, que va más allá de meros cubrimientos de hechos noticiosos, que despiertan solo el morbo de la audiencia.

Desde el terreno político las alternativas se presentan a través de la formulación y efectivo cumplimiento de políticas públicas emanadas coherentemente con las necesidades sociales y no con las necesidades electorales de turno.

Con preocupación se observa que las acciones derivadas del ejercicio judicial, sólo obedecen a actos tardíos de control, donde la incredulidad y falta de confianza social son cada vez mayor, lo que contribuye a la pérdida de la idoneidad para garantizar una sociedad con nugatorios niveles de tolerancia a la corrupción. Por ello, es claro que entre más resulte necesario el ejercicio del control posterior y represivo del

Estado a través del poder judicial, especialmente desde el ejercicio del derecho penal, es un flagrante reflejo de la inoperancia, ineficacia y profunda falla en el ejercicio de los cometidos estatales de las rama legislativa y ejecutiva, que con la operacionalización de sus funciones, deben ser garantes de un control a priori y con ello de una mejor convivencia social.

No debe olvidarse que en los tratamientos de prevención y políticas anti-corrupción además del control estatal, también existe una responsabilidad derivada de un control social no institucional, que nos asiste como individuos y como colectivos dinámicos en la sinergia social, la que se profundizará en la siguiente entrega.

*Doctora en Sociología Jurídica e Instituciones políticas
Vicepresidente Plan de Desarrollo Mundial