Después de años de titulares, audiencias, filtraciones y tensiones elevadas, terminó el llamado “juicio del siglo” en Colombia: el proceso penal contra el expresidente Álvaro Uribe Vélez. Un caso que capturó la atención del país no solo por la figura del acusado y su relevancia en la sociedad, sino por lo que simbolizaba para muchos sectores: una batalla entre verdades jurídicas y odios políticos.
Más allá de los juicios paralelos en redes sociales o de las trincheras ideológicas, lo cierto es que este proceso ha dejado una conclusión clara: no hubo soborno a testigos, no se le pidió a nadie que mintiera y la tesis central de la Fiscalía no se sostiene. Lo que empezó como una denuncia del propio expresidente terminó siendo una investigación en su contra, marcada por una controversia jurídica y política sin precedentes.
Durante años, se intentó probar que el expresidente había manipulado testigos para desvirtuar acusaciones en su contra. Se habló de presiones, pagos y engaños. Pero tras años de investigación, interceptaciones incluso ilegales y extensos interrogatorios, no apareció una sola prueba concluyente que mostrara que el expresidente hubiese promovido actos ilegales para favorecerse en el proceso. Por eso, el único camino en este proceso es la absolución.
Aunque la fase de juicio oral ya culminó en términos probatorios, y la defensa se encuentra en sus alegatos de conclusión, todo el país está a la espera de la decisión de primera instancia. Y es claro que, sin importar cuál sea el sentido de ese fallo, habrá apelaciones. Incluso, no es descartable que el caso llegue a etapa de casación y continúe su curso en otros escenarios judiciales. Eso es a lo que se somete un ciudadano cuando es investigado: a años de incertidumbre, a presiones que no son necesariamente jurídicas, y a un desgaste que solo conocen quienes lo han vivido y, por supuesto, sus familias también.
El derecho penal no es un juego, no es un instrumento de venganza ni un espectáculo. Es una herramienta seria y delicada que requiere el mayor grado de responsabilidad de todas las partes, puesto que este tiene la capacidad de destruir vidas si se usa de manera equivocada. Y en Colombia, lamentablemente, todavía no le hemos dado ese mérito.
El juicio del siglo terminó, al menos esta etapa, con un país más dividido. Ojalá que al menos nos quede el aprendizaje de que la justicia no puede ser usada como arma política. Que quien sea inocente no debe demostrarlo, sino que quien acusa debe probar lo contrario. Porque ese, y no otro, es el verdadero estándar de la democracia.