Extrema o no mi visión, considero que en el ejercicio de la enseñanza no hay motivos de peso para determinar que un estudiante es mejor o peor que otro en razón de las notas que obtiene pues, para mí, más allá de las evaluaciones, requisito establecido para que un ser humano “eleve” su nivel educativo, está la necesidad de entender que el conocimiento no depende de la calificación, sino de las cualidades y habilidades que desarrollamos antes, durante y después de todo proceso de aprendizaje.

«Si su hijo o hija saca buenas notas, ¡genial! Pero si no lo hace… por favor, no le quite la dignidad ni la confianza en sí mismo(a)», se lee en una sencilla aunque poderosa carta que esta semana se hizo viral en redes sociales y que fue escrita por Amalio Gutiérrez Álvarez, director de un colegio en España, con la clara intención de sensibilizar y hacer reflexionar a quienes creen que una “mala nota” necesariamente debe implicar juicio, reprensión o castigo.

Y un claro reflejo de lo que reciben en sus casas o bien como premio o bien como sanción los niños y jóvenes cuando cursan sus estudios básicos es, precisamente, la preocupación que suele agobiarles durante toda su vida universitaria. “Profesor(a), quisiera saber por qué me puso esa nota, ¿por qué tan bajita?”, o “profe, ¿qué puedo hacer para subir esa nota?... ayúdeme, por favor”, o “profesor(a), con esa nota me va a bajar el promedio, y mi papá se molestará muchísimo, ayúdeme, profe”.

La nota no es la que alimenta al alumno, pues en esencia de lo que se nutre un alumno es de conocimiento. De ahí que esa palabra provenga del latín ‘alumnus’, un antiguo participio pasivo del verbo ‘alere’, que significaba, precisamente, “alimentar”. Por su parte, el profesor no debe oficiar de juez ni de nada que se le parezca; más bien, debe ser un puente entre el saber y el comprender, tendido entre el conocimiento y el alumno, o bien entre la luz y aquello que se llena de esta. Si viviéramos en un mundo con la estructura social de Walden Dos, una comunidad utópica creada por el psicólogo estadounidense B. F. Skinner, quizás pensaríamos que la educación no ha de tener «valor honorífico» y que «no hay término medio: o la educación tiene un valor por sí misma, o no tiene ningún valor». En Colombia, pruebas como las Icfes, diseñadas para evaluar la educación, así como se constituyen en un estímulo para quienes logran puntajes sobresalientes, pueden también representar un yugo macabro para tantos otros que no alcanzan los “logros” académicos impuestos por quienes conciben el aprendizaje de manera porcentual, más no sustancial.

Con lo que digo no intento promover la mediocridad, sino mostrar que hay distintas formas de aprender y de enseñar, y que la excelencia no siempre es sinónimo de éxito. «Educar no es dar carrera para vivir, sino templar el alma para las dificultades de la vida»… Exalto ahora con ironía ese pensamiento del filósofo y matemático Pitágoras, cuyo teorema hoy no recuerdo cómo resolver, aun cuando en bachillerato lo vi y lo “aprobé”.

@cataredacta