
La fiesta de la muerte
Vivir es morir un poco. Porque, de algún modo, cada día renovamos lo que somos; y en ese proceso de renovación tienen que morir algunas cosas. Momentos, experiencias, lugares y hasta personas que se van quedando en otra esfera de nuestra existencia mueren. Y así, cada vez que festejamos algo que nos llena de alegría, podemos recordar también con alegría todo aquello que murió y de lo cual, a lo mejor, nos alimentamos alguna vez para vivir.
La primera vez que supe lo que la muerte significaba fue en 1998. El día que mi abuela paterna se fue para siempre y con ella se fueron las generosas novenas decembrinas, los encuentros especiales y místicos de familia, las manos suaves y temblorosas de las que el párkinson se fue apoderando sigilosamente, la voz y los ojos tiernos de alguien que vivió para servir, y los rosarios que a diario rezaba con la introducción de la Tocata y fuga en re menor de J. S. Bach, la cual anunciaba el inicio del ritual en la emisora Minuto de Dios, sagradamente, a las 6:00 p. m.
La muerte, como la vida misma, es engañosa. Resulta extraño, pero la simple idea de morir nos acelera el pulso tanto o más que la de experimentar un momento maravilloso. Todos los días de la vida alguien celebra algo. Cada primero de enero se festeja la llegada de un nuevo año; si obtenemos algo que deseamos, lo celebramos; si cumplimos un año más de vida, festejamos; si nace un(a) niño(a), somos felices con su llegada y celebramos…
Pero si muere alguien que amamos, nos invade la tristeza hasta el punto, incluso, de desear por un momento habernos ido para siempre con esa persona y así evitar el dolor tan profundo que supone su partida. Celebrar a la muerte o a los muertos puede resultar entonces algo extraño, absurdo. ¿Por qué existe el llamado Día de los Muertos? ¿Por qué recordar y reafirmar ese tipo de ausencia que para la gran mayoría no deja de doler nunca?
Tal vez porque sin muerte no hay vida. Porque nuestra función en el mundo quizás no tendría sentido si no tratáramos de permanecer vivos durante el mayor tiempo posible para hacer frente a lo divino, a lo complejo y a lo humano de la vida. En México, el Día de los Muertos es una sólida tradición heredada de los pueblos indígenas de la Mesoamérica de hace miles de años, que guiaban a quienes morían en su camino hacia el Mictlán, el lugar eterno del reposo de los muertos, el cautivante inframundo de la mitología mexica.
El Día de los Muertos es una fecha para celebrar a quienes se fueron y ‘traerlos’ a la vida ofreciéndoles un poco de aquello que tanto disfrutaban. Comida, bebidas, velas, fotos y flores, entre otros elementos, hacen parte de esta celebración que expone a la muerte de una forma distinta; que nos acerca a los muertos y que los trae de vuelta a la vida.
Vivir es morir un poco. Porque, de algún modo, cada día renovamos lo que somos; y en ese proceso de renovación tienen que morir algunas cosas. Momentos, experiencias, lugares y hasta personas que se van quedando en otra esfera de nuestra existencia mueren. Y así, cada vez que festejamos algo que nos llena de alegría, podemos recordar también con alegría todo aquello que murió y de lo cual, a lo mejor, nos alimentamos alguna vez para vivir.
Para Octavio Paz, «el culto a la vida, si de verdad es profundo y total, es también culto a la muerte». Para mí, la vida es una suerte de cosas que se alinean hacia la muerte, esa sombra multicolor que nos impulsa a buscar el sentido de estar vivos, para no morir una y otra vez en el intento de vivir.
@cataredacta
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