En mi barrio de infancia, la esquina era un maravilloso escenario de encuentro. Allí se entre cruzaban las historias personales de quienes, con sus maneras de comprender el mundo, de planear su futuro y de divertirse proponían relatos, juegos de mesa, bromas pesadas y todo tipo de manifestaciones. Era un espacio en el que lo público y lo privado se hacían presentes. Estaba en la calle, luego pertenecía a lo público, pero los itinerarios de relación eran tan personales y genuinos que también eran privados.

Creo que allí aprendí a contar relatos, a tratar de hacer que las palabras enroscadas lógicamente unas con otras fueran vehículos de mis emociones y miedos, de mis aciertos y fallas, de mis preguntas y descubrimientos. Lo primero era escuchar a esos grandes contadores que llegaban allí y que eran capaces de construir las imágenes más pertinentes y provocadoras; algunas sabíamos que eran fantasías, pero nos ilusionaba escucharlas como si fueran realidad. Esperar el turno, en una liturgia existencial organizada aleatoriamente, me emocionaba porque tenía tiempo de preparar mi relato, mi cuento. Seguro habría preguntas, dudas, comentarios contrarios que me hacían perfeccionar lo que iba a contar. Los temas eran desde los más cotidianos hasta los más trascendentales. Creo que sin haber participado de ese escenario hoy no podría hacer lo que hago profesionalmente.

Hoy, cuando veo a mis sobrinos concentrados en un móvil meciendo su pulgar de arriba hacia abajo, abstraídos del mundo que los rodea, siento algo de nostalgia y melancolía por todo lo que se pierde al no estar en el bordillo arreglando el mundo con teorías inventadas mientras la cabeza está en la almohada. No quiero que vuelva el pasado, sé que eso es imposible, pero sí me gustaría que ellos pudieran saber lo valioso que se escondía en trabar esas relaciones allí en la esquina, siempre escenario de formación. Allí aprendí a jugar dominó, a escuchar salsa y vallenato, a entender el fútbol, a husmear en el alma de los otros que con libertad la exponían. Estoy seguro de que para ser felices debemos cuidar más nuestras relaciones interpersonales y que solo podemos hacerlo si entendemos que la plenitud no está en la conquista individual de metas, ni en la consecución de muchas posesiones, sino en el saberse reconocido, valorado y amado por los otros. La esquina me enseñó a entender que mis conocimientos solo son verdaderamente útiles si los comparto con los demás, que es en la solidaridad como puedo realizarme individualmente y que solo me reconozco cuando escucho al otro contarse. En el mundo del egoísmo, la egolatría y el egocentrismo, necesitamos más esquinas para encontrarnos con el otro y podernos descubrir originalmente.