Vuelvo a recorrer aquel camino como lo hice por cinco años, cuando estudiaba mi primaria en la Concentración Escolar Francisco de Paula Santander, y me doy cuenta de que no está tan lejos como en mi mente… está cerca. Mientras ando con la lentitud de los años y con las certezas que otros caminos recorridos me han dado, me recuerdo niño, con pantalones cortos, con la sonrisa de siempre y ávido de aprender.
Llego a la escuela Santander. Claro, ha cambiado mucho, pero algunos rincones permanecen idénticos, tal como están en mi memoria. Veo la cancha central en la que jugué microfútbol con un balón amarillo que pesaba demasiado. Escucho las voces del rector en las reuniones tempraneras de inicio de semana, con sus indicaciones de disciplina y los movimientos simples de gimnasia que nos hacían terminar de despertar. Todavía está ahí, como testigo mudo de tantas generaciones de niños samarios, el árbol de aceituna dando sus frutos de sabor raro que nos despertaba el paladar. La escalera que da al segundo piso, para ir donde los grandes de quinto de primaria, ahora no es tan grande como está presente en mis recuerdos.
Paso por los cinco salones en los que aprendí, leí, jugué y fui muy feliz. Recordé los apellidos de algunos amigos que las circunstancias de la vida alejaron y no he vuelto a ver. Montenegro, Abad, Villa… sonrío al recordarlos. Pensé en las ridículas peleas con ellos, en las risas por esas bromas que después supe que no causaban tanta gracia.
Agradecí a mis maestros de esa época. Lourdes Bernal, Ivone Díaz Granados, mis tutoras de curso en esos cinco años. Ahora me doy cuenta de que no eran tan mayores como yo las veía. Sus palabras y sus ilustraciones me hicieron apasionar por la lectura y los relatos. Ellas dejaron huellas que ni el tiempo ni las circunstancias han borrado.
Una lágrima se escurre cuando recuerdo a mi papá lleno de vida, alto y fuerte, llevándome una pantaloneta blanca y una camiseta azul nuevas para jugar en el campeonato de fútbol intercursos. Ese día supe que me adoraba. Yo había olvidado que necesitaba eso, y unos minutos antes de salir para el colegio me acordé y le dije. Me puse a llorar y él, con su voz nasal, me dijo que no me preocupara, que antes de las once —la hora de la inauguración de los juegos— me las llevaba. Cuando lo vi asomarse a la puerta del salón tuve la certeza de su amor intenso, ese que siguió demostrando a lo largo de los 52 años que compartimos.
Salí de la vieja escuela sin decir palabra. Es que estaba bañándome en el mar de mis recuerdos. A veces prefiero habitar en ellos, porque no hay incertidumbre.
@Plinero








