Se aproxima la elección presidencial de 2026. Esta vez los ciudadanos hemos sido sometidos al martirio de una incrementada explosión de candidaturas, la mayoría insulsas, la mayoría con limitaciones oratorias para convencernos de que son líderes o lideresas con el porte para ejercer el más alto cargo reservado a un compatriota. Me parece que esto está sucediendo porque la Constitución es demasiado laxa. Solo exige como requisitos básicos que se trate de un colombiano de nacimiento, ciudadano en ejercicio y mayor de 30 años de edad. Claro. Como somos una democracia y no una monarquía hereditaria se entiende que a ningún colombiano se le impida que vaya a la Registraduría y se inscriba para aspirar a la presidencia, si cumple los citados requisitos. El “profesor” Goyeneche, si viviera, habría podido inscribirse una vez más y divertirnos con sus locuras programáticas.

Tampoco está prohibido que se inscriban aspirantes de convicciones fascistas o populistas o comunistas que no profesen identificación con la democracia. Es decir, no hay prohibiciones para quienes comulguen con ideologías defensoras o simpatizantes del autoritarismo o la dictadura. El régimen democrático colombiano, al amparo de la Constitución, es tan generoso que no veta a nadie que tenga las condiciones requeridas para ser candidato presidencial.

La presidencia en Colombia tiene un rasgo simbólico que nos viene desde Bolívar: se le ve como una institución providencial, como una especie de reinado desde el cual es posible el milagro de conducirnos a la tierra prometida. De ahí la proclividad demagógica a ofrecer ilusiones. Han prometido hasta trenes eléctricos elevados que atraviesen extensas regiones para interconectar la economía y volver a Colombia potencia mundial de vida. Después simplemente echan al olvido el alicorado ofrecimiento de tarima.

En Colombia, el poder presidencial ha reforzado el centralismo y representa una gran parte del Estado. Me pregunto qué tanto ha facilitado la construcción de la democracia. Yo preferiría que en lugar del presidencialismo avasallador primara el autogobierno autonómico de las regiones. El Estado centralista encarnado en un presidente que coronamos cada cuatro años como un monarca ha perpetuado los desequilibrios territoriales.

En 2026 nos toca volver a elegir presidente. ¿Será Cepeda, De la Espriella o Fajardo? ¿Otro u otra? ¿Quién es hoy la mejor opción para la democracia? ¿Quién tiene claro que el poder presidencial debe simbolizar no la polarización sino la unidad nacional, como lo ordena el artículo 188 de la Constitución? Les dejo esas preguntas para la reflexión decembrina.

@HoracioBrieva