Hay sueños que nacen con la humildad de una intuición y, sin embargo, terminan levantando vuelo más allá de lo que cualquiera habría imaginado. Así nació hace diez años la Fundación Ismael Cala: no como un gran proyecto filantrópico, sino como un acto íntimo de gratitud. Un deseo genuino de devolver, de multiplicar lo recibido, de transformar la experiencia personal en una fuerza colectiva capaz de abrir caminos donde antes solo había resignación.

Con los años entendí que la autorrealización es apenas una estación del viaje. El verdadero punto de inflexión ocurre cuando lo que hemos logrado deja de girar en torno a nuestro nombre y comienza a convertirse en legado. Y el legado nace cuando ponemos nuestros dones al servicio de otros, no como un gesto de caridad, sino como un acto de conciencia: la abundancia que no se comparte, se estanca.

Hoy, al mirar atrás, veo cifras que cuentan historias. Más de 5 mil jóvenes de seis países —Venezuela, Colombia, Guatemala, Nicaragua, Panamá y Estados Unidos— han participado en procesos de transformación interior, aprendiendo algo que el sistema educativo tradicional suele olvidar: que la autoestima también se entrena, que la inteligencia emocional puede salvar destinos y que el liderazgo comienza con la dignidad de mirarse a los ojos sin miedo.

El programa El Vuelo de la Cometa se ha convertido en el corazón de esta misión. No es solo un taller; es un lenguaje de posibilidades. Allí, los jóvenes practican la escucha, el reconocimiento mutuo, la gestión del miedo, la palabra que sana y el poder de nombrar sus sueños en voz alta. Y lo más hermoso es que este mensaje ya no necesita depender de mí: 261 facilitadores formados en estos diez años siguen llevando el hilo de esta cometa a nuevas comunidades, demostrando que el servicio es la forma más elevada de expansión.

Porque cuando un joven descubre que no está condenado a repetir una historia de silencio, algo en el tejido social se reordena. Y cuando un facilitador se convierte en faro para otros, se confirma una verdad simple y poderosa: nadie se empobrece por enseñar a volar.

Y para quienes sienten que es tiempo de celebrar no lo que uno logra, sino lo que se logra en comunidad, existe un espacio donde ese legado se honra con presencia, arte y gratitud compartida. Un lugar para mirar el cielo y recordar por qué seguimos volando: Te dejo una invitación muy especial aquí.

La Fundación no es un destino. Es un punto de partida permanente. Un recordatorio de que la abundancia verdadera no se mide por lo que acumulamos, sino por las vidas que se elevan junto a la nuestra.

@cala