Estamos en el mes diez del año. Octubre trae consigo una especie de campanazo interior: muchas personas hacen un balance silencioso de lo que se prometieron en enero y lo que realmente han logrado. Algunos miran atrás con satisfacción, pero muchos otros sienten frustración, desánimo o la idea de que “ya no hay tiempo”. Los proyectos que parecían tan claros al inicio se han ido diluyendo entre obligaciones, imprevistos o falta de energía. Y entonces aparece esa voz interior que dice: “este año ya se fue”.

Sin embargo, no siempre la demora es sinónimo de pérdida. La Biblia nos muestra ejemplos inspiradores de tres mujeres que ilustran mensajes profundos: Sara, Ana e Isabel. Todas vivieron largos periodos de espera en los que sintieron que su tiempo había pasado. Sara se rió incrédula al escuchar la promesa de que tendría un hijo en su vejez. Ana lloró con amargura durante años por lo que parecía imposible. Isabel cargó el estigma de la esterilidad hasta avanzada edad.

Así como estas mujeres, también hubo hombres que atravesaron largas esperas marcadas por pruebas y finalmente recibieron grandes recompensas: Abraham soportó la incertidumbre de la esterilidad y vio nacer al hijo prometido; José fue traicionado por sus hermanos, vendido y encarcelado, pero llegó a ser gobernador de Egipto; Moisés pasó años en el anonimato del desierto antes de ser llamado a liberar a su pueblo; David fue perseguido y exiliado antes de reinar; Job perdió todo y, tras su fidelidad, recuperó y multiplicó lo perdido; Simeón esperó toda una vida y contempló al Mesías prometido; y Noé soportó burlas mientras construía el arca y finalmente vio la salvación de su familia.

Sus historias recuerdan que la espera es muchas veces el escenario donde el carácter se templa y las promesas se cumplen en plenitud. Desde la lógica humana, sus relojes habían sonado demasiado tarde. Pero Dios transformó esa demora en milagro. Lo que para ellos era un límite temporal, para el cielo era apenas el inicio de un propósito mayor. La espera no fue castigo, sino cuna de promesas que marcaron la historia.

Este mensaje también tiene resonancia en nuestro país. Vivimos un momento en el que la incertidumbre económica, la polarización política y la inseguridad generan impaciencia colectiva. Muchos sienten que “nada cambia” o que los tiempos se alargan sin resultados visibles. Pero, así como en la historia personal, los procesos sociales también requieren maduración, decisiones sabias y perseverancia. No toda espera es inmovilidad; a veces es el terreno donde se gestan verdaderas transformaciones.

La psicología positiva aporta claves valiosas para estos momentos. La resiliencia nos permite adaptarnos y crecer a partir de las adversidades. La mentalidad de crecimiento, propuesta por Carol Dweck, plantea que los fracasos temporales no definen nuestro potencial; lo que no se ha logrado todavía puede alcanzarse con ajustes y constancia. La esperanza activa, por su parte, nos invita a mantener una actitud optimista mientras actuamos con propósito.

Llegar a octubre y no ver concretados planes o sueños no significa que el año esté perdido. Aún hay espacio para revisar, ajustar metas y retomar el rumbo con energía renovada. No mires estos meses restantes como “el último chance”, sino como tierra abonada donde pueden germinar ideas y decisiones que estaban en reposo. A veces, el silencio de los tiempos es el lenguaje con el que Dios prepara lo extraordinario. Como afirma Eclesiastés 3:11: “Todo lo hizo hermoso en su tiempo.” Confía: lo que hoy parece pausa, mañana puede ser plenitud.

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