El Lamborghini se salió de la carretera y todo acabó. El siniestro final de Diogo Jota, delantero del Liverpool y jugador de la selección de Portugal, es un recordatorio doloroso de que seguir viviendo es toda una fortuna. Todos los días, nos levantamos y nos acostamos asumiendo que la vida es para siempre, cayendo en un espiral silencioso en que el tamaño de nuestra gratitud suele ser mucho más menudo que el de nuestras aspiraciones. Diogo se fue con su hermano André, también futbolista. El primero, con 28 años; el segundo, con 26. El fulminante incendio del lujoso automóvil apagó sus sueños y dejó un mensaje conocido desde siempre, pero también olvidado: la vida es ahora.

Jota se fue justo cuando todo parecía estar en orden en su mundo. Se había casado hace apenas unos días con la madre de sus tres hijos. Recientemente, había logrado con la selección portuguesa la UEFA Nations League y con el Liverpool, la Premier League. Parecía tenerlo todo, pero el presunto estallido de una llanta lo dejó, literalmente, en el camino. Hoy escribo esto, pero ¿cuánto tiempo de vida tendré para poder seguir escribiendo? La pregunta, extensiva a cualquier actividad o situación que disfrutemos de nuestra cotidianidad, es una invitación a actuar sabiendo que tenemos la oportunidad de ser y hacer lo que queramos mientras estemos vivos.

Aunque produce tristeza, la muerte de Diogo Jota y de su hermano habla de felicidad. Felicidad, el fin último de la vida humana, como lo sentenció Aristóteles. Un bien supremo que se alcanza, según el discípulo de Platón, con la práctica de la virtud y la razón. Reconocer la finitud de la existencia no es negar su valor. Tenemos un tiempo limitado para existir. Y aunque vivamos cien años, probablemente seguiremos sintiendo que todo ha pasado demasiado rápido. Vivir de manera virtuosa, es decir, vivir de acuerdo con la razón y cultivarnos en esencia, es entonces el camino para aprovechar nuestro paso por este mundo de incomprendida naturaleza.

«El grado de lentitud es proporcional a la intensidad de la memoria. El grado de velocidad es proporcional a la intensidad del olvido», se lee en La lentitud de Kundera. Nos afana más llegar de primeros que apreciar el paisaje. Pensamos que si vamos más rápido, somos más fuertes, más poderosos. Nos hemos inyectado la idea de que ir despacio es sinónimo de debilidad, de ausencia de carácter. Y así nos hemos ido desvaneciendo, tratando de ocultar todos esos rasgos que nos hacen parecer vulnerables. El sino trágico de Jota es un desolador memorando de que, al final, todos somos finitos.

@catalinarojano