Esta semana, el país volvió a ser testigo de una práctica que se ha vuelto costumbre: gobernar por decreto sin preocuparse por los límites. El presidente Gustavo Petro firmó un nuevo decreto que no solo ha generado polémica por su contenido, sino también por la forma en que fue expedido. Una forma que deja de lado los canales institucionales, la técnica jurídica, el debate democrático y la esencia misma del Estado de derecho.
La excusa, como siempre, es el mandato popular. Y nadie lo discute. El voto ciudadano es, por supuesto, la base de la democracia. Es tan poderoso que pone presidentes, senadores, alcaldes y gobernadores. Pero el mandato popular no es un cheque en blanco. No autoriza a pasar por encima de las formas, de la ley, ni de las instituciones. Hay reglas del juego que deben respetarse, precisamente para garantizar que ese poder no se vuelva capricho.
Lo más grave del decreto en cuestión es que, de no haber sido demandado por unos congresistas, habría seguido vigente sin ningún control inmediato, esperando únicamente el juicio posterior de la Corte Constitucional. Afortunadamente, gracias a los pesos y contrapesos que aún sostienen este país, el Consejo de Estado intervino con rapidez y suspendió provisionalmente sus efectos. Ese es el verdadero valor de la institucionalidad: evitar que el poder, incluso el elegido por mayorías se ejerza sin frenos.
El problema no es el contenido del decreto, que puede ser debatido y discutido legítimamente, sino la manera improvisada y prepotente en que se impone. Como si bastara escribir unas líneas y estampar una firma para cambiar la realidad de un país. Como si el papel lo aguantara todo, pero no. El papel también tiene dignidad y las normas también tienen límites. Los procedimientos no son un adorno, son la garantía de que el poder se ejerce con responsabilidad y no con arrogancia.
No podemos acostumbrarnos a que cada crisis política se “resuelva” a punta de decretos. No podemos aceptar que la institucionalidad se vea como un estorbo. Como decía Simón Bolívar: “Las armas nos dieron la independencia, las leyes nos darán la libertad.” Esa frase, tan sencilla como poderosa, nos recuerda que la libertad no se conquista a gritos ni con tinta. Se construye con leyes, con respeto, con instituciones que no estén al vaivén de un solo hombre, por más votado que haya sido.
El país no necesita más papeles firmados con afán. Necesita seriedad, institucionalidad y coherencia. Porque cuando se rompen las formas, también se fractura la confianza. Y sin confianza en las reglas, todo lo demás es ruido.
@CancinoAbog