Presumo que las redes sociales se colmaron de información desde el momento en que se produjo el atentado contra el senador Miguel Uribe. Lo infiero porque, en ese instante, me encontraba con un grupo de conocidos que comenzaron a intercambiar mensajes al respecto, cada uno atento a su celular y comentando lo que aparecía en pantalla. A partir de las imágenes que circulaban, escuché suposiciones sobre el estado del senador y sus posibilidades de supervivencia. Alcancé a notar, de reojo, escenas con sangre y confusión.
Suelo alejarme de ese tipo de contenidos, especialmente cuando no han sido verificados o curados por un medio que me brinde confianza. Si bien creo que la exposición a imágenes impactantes nos entrega un sacudón emocional que a veces es necesario, cualquier descuido puede llevarnos al morbo inútil, cuando no a la insensibilización. Tras aquel rato de conmoción por la novedad, la reunión se normalizó y todo prosiguió sin mayores cambios.
Susan Sontag comentó, en su ensayo Ante el dolor de los demás, que no es la mera curiosidad lo que causa los trancones en una calle cuando se pasa junto a un horrendo accidente vehicular. Para algunas personas hay un fuerte deseo de ver algo espeluznante, una pulsión que se registra desde los tiempos de Platón, quien la recoge en un pasaje de La república y da por sentado que también somos capaces de sentir apetencia por contemplar la degradación y el dolor. Puede que tales impulsos continúen afectándonos, ahora exacerbados por la facilidad que nos ofrecen los medios digitales.
La historia ha dejado constancia de numerosos momentos decisivos, pero una imagen —por poderosa que sea— rara vez determina el curso de los acontecimientos. La foto del hombre frente a los tanques en la plaza de Tiananmen no cambió el rumbo represivo del régimen chino; tampoco el retrato de la niña famélica colapsada frente a un buitre en Sudán, de Kevin Carter, significó cambios sustanciales en aquel país. En el mejor de los casos, esas imágenes provocaron breves oleadas de debate público que, con rapidez, fueron absorbidas por dinámicas políticas ajenas a la conmoción inicial que generaron.
Por eso, creo que conserva pertinencia algo que escribí hace unos años: no estoy tan convencido de la necesidad de mostrar, ni difundir, las explícitas consecuencias de nuestra violencia. En este caso, me parece que somos capaces de conmovernos lo suficiente con la foto del senador Uribe, sano, sonriente, y más bien negociar con la idea de que un ser humano, un niño para todos los efectos, fue capaz de dispararle a mansalva y con premeditación.
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