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Manuel Antonio García no soplaba la pluma de pato para hacer sonar la gaita. Toño, el último cacique, la hacía hablar y con su cadencia conversaba con la herencia indígena, esa que por tantos años ha enriquecido el folclor caribeño.

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En San Jacinto, donde la tierra suena a tambor y la brisa arrastra ecos de gaitas antiguas, todavía hay quienes juran haberlo visto pasar, flaco y encorvado, cargando su instrumento como si fuera un bastón, aun cuando el pasado 21 de mayo se cumplió el primer aniversario de su muerte. En la plaza o en el patio de su casa, Toño no tocaba la gaita: la acariciaba. La llevaba a los labios como quien se sienta a hablar con un viejo amigo. Y de esa conversación nacían melodías que sabían a sabana, a polvo seco, a mañanas tibias con olor a café.

Lisandro Polo, folclorista, explica a EL HERALDO que Toño fue el último juglar de la gaita autóctona sanjacintera.

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“El último de esa generación que no aprendió en aulas ni academias, sino mirando, escuchando, preguntando. De esos que se forjaron en el monte y en las fiestas patronales, en la práctica, en la oralidad”.

No se trataba solo de la música. Lo que hacía distinto a Toño era su forma de estar en el mundo: su sencillez, su sabiduría sin alardes, su humildad que rayaba en lo místico. “No se quedaba con nada. Lo enseñaba todo. Se lo daba todo a la gente. Muchos de los gaiteros que hoy andan tocando en escenarios del mundo entero, pasaron por su escuela, aunque su escuela fuera solo una silla en su patio y una gaita vieja”.

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Toño sabía que los saberes que no se comparten se mueren. Por eso abrió su casa, literal y simbólicamente. Allí dormían sus alumnos, comían, aprendían. No había diploma ni inscripción. Bastaba con llegar con respeto y ganas de aprender. A algunos les regaló gaitas; a otros, consejos que valían más que cualquier instrumento. A todos, tiempo. Y paciencia.

Un puente entre generaciones

Marlon Peroza, gaitero, lo describe como “un puente entre los antiguos y los nuevos”. En su mirada, Toño era un guardián del conocimiento ancestral, pero también un creador que no temía innovar. “Era un músico distinto por su cadencia melódica, por su pausa, por su forma serena de tocar. Conversaba con la gaita y también con los otros instrumentos. Les daba espacio. No quería lucirse solo: quería que la música entera brillara”.

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Esa cadencia que Marlon llama “gaita india” no se aprende en tutoriales ni se mide en BPM. Es una manera de sentir el tiempo, de domarlo. De ir al ritmo del viento y no del reloj. Por eso Toño parecía tocado por algo sagrado. “La gaita es mágica y sagrada y quien se vuelve gaitero nunca deja de serlo. El maestro Toño lo fue hasta el último aliento”, dice el también líder de la agrupación Gaiteros de Pueblo Santo a esta casa editorial.

En una de sus canciones, Gaita al amanecer grabada por Los Gaiteros de San Jacinto, Marlon lo describe “vestido de vejez, siempre presto a tocar la gaita cuando se le solicitaba”. Y aunque su cuerpo se encorvaba, su soplo seguía limpio. Su música, viva. A través de temas como este o Eso es lo bonito, Marlon canta la vida de Toño como quien honra a un ancestro.

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Y es que eso era Toño: un ancestro vivo. Un hombre nacido para la gaita, como lo afirma Armando Tapia, presidente de la Corporación Folclórica y Artesanal de San Jacinto, Corfoarte. “Su reencuentro con la gaita, reflejado en su canción Mi Regreso, era también su reencuentro con el destino. Sabía que su misión era perpetuar lo que aprendió de Mañe, su maestro”.

San Jacinto no lo olvida

Tapia lo llama con reverencia “el último cacique de la gaita”, porque Toño no solo tocó por el mundo entero, sino que jamás dejó de caminar con los suyos. Recibía a todos en su humilde casa, ofrecía café, consejos y gaitas. Regalaba lo que otros atesoran con recelo. No conocía la vanidad, pero sí la grandeza.

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En el Festival Nacional Autóctono de Gaitas, que cada año convoca a los herederos del sonido raizal, su nombre es bandera. Allí, cada agosto, retumban los ecos de sus enseñanzas.

En Las Mercedes, su tierra natal, los niños aprenden con las canciones que él legó. Desde la Escuela de Herederos Ancestrales hasta los palcos del mundo, su música sigue viva.

“Hablar del maestro Toño y hablar de humildad era hablar de lo mismo”, dice Tapia. Y eso lo sabían todos: el que lo conoció en la tarima, el que durmió en su casa, el que tocó junto a él una tambora prestada. No era una estrella: era una constelación.

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Hoy, a un año de su partida, San Jacinto no lo llora. Lo canta. Porque un hombre que enseñó tanto no muere nunca. Vive en cada soplo de gaita, en cada tambor que suena al atardecer, en cada niño que toma un instrumento de caña con la ilusión de hacerlo hablar.