Los inicios de año sabemos están marcados por nuevos propósitos, deseos de cambio, de superación y de nuevos aires para la vida de cada uno. Normalmente suelen venir acompañados por la expectativa de cumplimiento de un deseo de bienestar y felicidad. Lo más importante de estos ejercicios personales es que conllevan al menos un mínimo espacio para hacer reflexiones acerca de lo vivido en el año que termina, con sus aciertos y desaciertos, así como de todo aquello que aún está por venir.
Y es en este balance donde salen a flote aspectos relacionados con la vida personal, familiar, laboral o con otro tipo de intereses. Para algunos, resaltar dentro de su análisis logros asociados a sus ingresos económicos, bienes adquiridos: casa, vehículo, etc., resulta lo más clave. Otros, destacan viajes, ascensos laborales o logros académicos. Todo lo anterior enmarcado en una dicotomía de expectativa versus realidad.
La vida actual, plagada de afanes de supervivencia, de llegar primero, de intereses particulares por encima de los intereses colectivos, así como de la materialización y cosificación de los afectos, conlleva un esquema de valores humanos que ponen en evidencia el individualismo, la exageración del amor propio que raya más en el narcisismo y una carrera desmedida por llegar a una meta, donde en ocasiones pareciera que el fin justifica los medios. Es en este panorama donde aparece la polarización de conductas que nos separan como ciudadanos de bien, solidarios y protagonistas de una convivencia armónica.
El estar centrados en nuestros propósitos limita en gran medida la capacidad de ver al otro, de empatizar, de identificar sus sentimientos, de darnos cuenta lo que vive, siente o simplemente lo que nos quiere decir. En medio de este egocentrismo, los intereses particulares desconocen lo colectivo de manera aplastante e indiferente.
El egocéntrico siempre es egoísta, pero el egoísta no necesariamente es egocéntrico. De ahí la importancia de despojarnos de tanta mirada de veneración por nosotros, y vernos con humildad y simpleza, como lo transitorio que somos en este mundo terrenal.
En Santiago 4:6 leemos que «Dios se opone a los orgullosos, pero da gracia a los humildes». Y se trata de GRACIA, no de dar gracias; es decir, de una cualidad o conjuntos de cualidades, dones que revisten al ser humano de un poder habilitador otorgado por medio de la misericordia y del amor de Jesucristo.
La humildad es una cualidad esencial en el ser humano, básica para fomentar un ambiente de amor y entendimiento. La humildad precede a la honra. En un mundo donde el ego pulula, ejercitar la humildad viene bien, mitiga la soberbia, hace más agradable cualquier ambiente y, como si fuera poco, aporta a la salud emocional, física y espiritual.
Todavía estamos celebrando la fecha conmemorativa del Creador, que decidió nacer en un pesebre y entorno a Él muchos niños y adultos se acercaron, llenos de esperanza y sentimientos nobles, a cantarle, orarle, y clamarle con peticiones y deseos. Estos son días impregnados de amor y de nostalgia por los que no están, pero también llenos de fe en lo que depara el futuro.
Hagamos porque continúen en nuestros corazones estos mismos sentimientos, plenos de gratitud por lo que tenemos y no frustrados por aquello que nos falta. Hagamos de la autorreflexión sensata, la autocrítica constructiva, la solidaridad y el trato amable, hábitos que nos mantengan durante todo el año en una continua vivencia de lo maravilloso que es la navidad.
¡Feliz y venturoso 2024!