Cualquier palabra de exaltación y de reconocimiento a nuestra madre es insuficiente para abarcar la fuente inagotable de amor, incondicionalidad y entrega que nos profesaron. Es posible, que algunos no se identifiquen con esto, y aun así, si revisáramos cada caso en particular, las excepciones tipificarían casos de aquellas madres heridas, adoloridas y sufridas que sobrevivieron escasamente por misericordia Divina ante tanta adversidad.

Quien hiere fue herido y en ese sentido la comprensión por ellas aumenta; correspondiéndole al hijo apoderarse de su proceso de elaboración de las secuelas que estas circunstancias le dejaron. Nada fácil a veces, lo que produce sentimientos ambivalentes de amor y odio que en simultánea crea un circulo vicioso del que lastimosamente algunos no salen.

Nuestro Creador honró tanto a las madres, llegando incluso a referirse a sí mismo como una madre. Nos dice Isaías 66:13: “Como madre que consuela a su hijo, así yo los consolaré a ustedes. Por otra parte, en Oseas 11:3-4 Dios dice: “Yo fui quien enseñó a caminar a Efraín; yo fui quien lo tomó de la mano.

Si, es a través de ella que se nos dieron las primeras veces más significativas de nuestras vidas: primeras veces asociadas a la escucha de las palabras mientras estábamos en el vientre, las caricias, el bailar mientras cobijados por su vientre podíamos movernos y vibrar en esa estuche precioso que lo abrazaba, Luego cuando ya entramos en contacto con el mundo físico, las primeras manos y las que mas nos tocaban, las primeras palabras, que en ocasiones, nadie nos entendía pero ella sí, nadie más podía ser la mejor traductora de balbuceos y otros sonidos que solo una madre puede entender, y ni que decir de las miradas y hasta de los silencios.

Sufrimientos callados, lagrimas ocultas, privadas de sus capacidades productivas a veces, ellas encontraron en la serena cotidianidad su fuerza, en la prudencia su decoro, haciendo uso de un sentido del humor que con pocas palabras emanaban sabiduría, inteligencia y natural acierto. Carácter alegre, espontaneidad combinando calidez y firmeza, sensatez y respeto. Para ellas no existía la rutina, entre su rol de esposas, compañeras y la crianza de sus hijos veían pasar los días alcanzando un estilo de vida adaptable, recursivo y mostrando abnegación y una donación absoluta al hogar. Debieron sentir miedo, pero no se les notaba, quizás sueños frustrados, sin embargo, vivieron con ilusión. En medio de todo esto, fueron excelentes hijas, hermanas, tías, comadres, vecinas donándose de manera empática y con el mas alto nivel de solidaridad.

Hace algunos días encontré una carta que un día como hoy le escribí a mi madre, porque era la primera vez que no lo pasaría con ella, debido a mi ingreso a primer semestre de psicología en la universidad, viniendo desde Fonseca en La Guajira, tenía 16 años donde le decía: Mamita en este momento de mi vida quiero decirle que lo mas importante de mi vida es usted y mi profesión. ¡Al leerlo por cuestión de segundos pensé que mi papá a quien amé y amo tanto, ya había fallecido y no era así y definitivamente me dije Mamá es mamá!

El amor de los hijos a las madres, en algunas ocasiones pasa como el vino que en su proceso de añejamiento afina su sabor, toma cuerpo y valoración. En algunos casos, pareciera como si en la juventud no se fuera tan consiente del privilegio de tenerla, de la reciprocidad del afecto, de la solidaridad en el servicio y apoyo mutuo. Va pasando el tiempo y se aumenta el nivel de discernimiento al respecto. Dichoso aquel que desde temprana edad descubre a la madre que tiene y responde con respeto y amor a ella. Yo conocí esa dicha.

Mis reconocimientos en mi nombre y el de mis hermanos a nuestra madre Juana Álvarez de Ibarra, y a través de ella a todas aquellas que pasaron por este mundo y se reflejan en este escrito, y también a las que hoy pueden identificarse.

Finalmente, la frase insigne con la que la gran mayoría nos identificamos: Yo amo a mi mamá.

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