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Opinión

La peor: la codicia

El control y la sanción social son herramientas valiosas para hacer de nuestro espíritu gregario un escenario de crecimiento y de igualdad 

En la cartografía del cerebro, el cuerpo estriado se ubica en la parte profunda del cerebro. Es un componente de los ganglios basales y una porción de la sustancia gris que se conecta directamente con la corteza cerebral. Uno a cada lado de los hemisferios cerebrales. Los localizamos donde se cruzan la línea imaginaria que parte desde la pupila con la que sale del pabellón auricular. Son esas fresas planas que vigilan el cauce del líquido cefalorraquídeo. Con los estudios del comportamiento y la investigación en neurociencias se ha observado que esta zona en particular guarda relación con la activación o no del cerebro de las personas codiciosas. Las imágenes de resonancia magnética funcional demuestran exagerado coloración lo que ha permitido ubicar la génesis de la codicia en los estriados dorsales que están en el interior del encéfalo. La codicia es una de las emociones ponzoñosas.

El codicioso es un ser egoísta, carente de empatía. Inseguro, se aferra a los bienes materiales y el poder. Para mantenerse hacen toda clase de artimañas. Tan notorio que después de permanecer en un periodo largo en un cargo las personas cambian en su forma de pensar y de comportarse Engañan, manipulan y son propensos a caer en la miopía del futuro. Los satisface la recompensa inmediata y no miden las consecuencias futuras de sus actos. Son devotos de las coyunturas y especialmente aquellas que les permiten perpetuarse en las posiciones de mando. Ignoran los puntos de vista de sus compañeros: no conocen la palabra suficiente. Quizá por eso se ha descubierto que la capacidad de juicio y raciocinio está comprometida y sea esta la razón por la que su área prefrontal es estructuralmente débil y marcadamente deficiente el lobulillo prefrontal ventromedial, el de la empatía.

Una de las características de la codicia es que son depredadores de los conglomerados sociales. Mezquinos y con un término que los define: son pleonéxicos. Los tiempos no existen, son insaciables. Se sienten irremplazables. Confunden los valores y se mueven bajo la consigna que es más importante tener que ser. Los valores y hacer las filas no importan. El plan de vacunación trae varios ejemplos: la ministra que renunció en Perú, el empresario canadiense que simuló ser trabajador y el arzobispo disfrazado de viejo en España son algunas muestras de esos seres humanos incapaces de esperar el turno o cerrar los ciclos.

Rodolfo Llinás ha dicho que “el alma está en el cerebro”. Cierto, la codicia en el cuerpo estriado y la corteza prefrontal al igual que quienes se saltan la fila captan menor en el córtex del cíngulo anterior. Se estima que uno de los métodos más importantes para prevenir la generalización de la codicia es la denuncia pública. La vergüenza de la ilegalidad frena en algunas ocasiones que estos comportamientos reprochables se repitan. El control y la sanción social son herramientas valiosas para hacer de nuestro espíritu gregario un escenario de crecimiento y de igualdad de oportunidades. El espíritu de las democracias es el pluralismo y la rotación el equilibrio del poder.

En estos días he entendido claramente porque la codicia la comparan con el agua salada. Entre más se toma más sed da. ¿Qué hacer en esta patria donde la codicia es la madre de la corrupción? Aparece como salvavidas la educación y su poder que tiene para cambiar el sistema de recompensa desde niños. Razón tenía Mandela cuando afirmaba que la educación es el arma más poderosa para cambiar el mundo. Pero no la educación instrucción sino la emocional. La instrucción transmite conocimientos, la emocional permite descubrir valores y este es el escenario que nuestros jóvenes necesitan.

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