Para Gabo, lo siniestro se debe a un rosario de hechos desafortunados: que nadie se acuerde ya de Dios en Navidad, que el cumpleaños de un niño que nació hace más de dos mil años en una caballeriza se haya convertido en la ocasión solemne de la gente que no se quiere. Alegría por decreto, cariño por lástima, apoteosis del consumismo, parranda pervertida que no pocas veces termina a tiros. «Todo eso, en torno a la fiesta más espantosa del año. Una noche infernal en que los niños no pueden dormir con la casa llena de borrachos que se equivocan de puerta buscando dónde desaguar, o persiguiendo a la esposa de otro que acaso tuvo la buena suerte de quedarse dormido en la sala».

Un desastre cultural que, en América Latina, comenzó con la pérdida de influencia de España frente a los gringos. Lo cual hizo que, de un modo gradual, los juguetes dejaran de venir de Oriente en los camellos famélicos de los Reyes Magos y comenzaran a llegar del polo norte en el trineo de renos voladores del rechoncho Santa Claus.

En Baranoa, donde viví la infancia con mis hermanos, ninguna casa tenía chimenea, pero a ningún niño se le ocurrió poner en duda la poética mentira del nuevo colonizador, que no era mejor ni peor, sino una variante de la poética mentira del viejo colonizador, cosa que parece olvidar Gabo en su nostálgica diatriba. En realidad, a nadie le importaba un rábano de dónde llegaban los juguetes del Niño Dios, que, a su vez, pasó a convertirse en una suerte de eslabón perdido entre el turbante de los Reyes Magos y la nariz de cervecero de la versión yanqui de San Nicolás. Lo importante era que llegaran, no de dónde venían.

De hecho, hacía mucho que los regalos venían casi siempre de Venezuela, en los años florecientes en que «la tierra del petróleo» abastecía a Colombia de telenovelas para embrutecer a las mujeres y rones espléndidos para embrutecer a los hombres. El terruño de Andrés Bello se había dado el lujo hasta de exportarnos a Pambelé. En todo caso, la mañana del 25 de diciembre, ningún niño quería padecer el suplicio del villancico más escalofriante de todos los tiempos, que por cierto también venía de Venezuela: «Mamá, ¿dónde están los juguetes? Mamá, el Niño no los trajo».

Aunque coincido con Gabo en muchos aspectos, debo decir que tengo una visión menos sombría. Pese a este año siniestro, en que se puede perder la vida por un beso, un pedazo de bicicleta o una denuncia de corrupción, volveré a celebrar la Navidad como una íntima ofrenda a la infancia. No tengo la fortuna de ser creyente, lo confieso, pero respeto profundamente la ingenuidad ajena. Celebraré la Navidad con mesura, distanciado de la mayoría de mis seres queridos. La Navidad es para mí un homenaje a esa época en que el «desencantamiento del mundo» no había tenido lugar. Cada Navidad, como en una rueda giratoria, vuelvo a ser el pequeño hijo de Aura Fontalvo, el niño que caía de los ciruelos, que jugaba fútbol en Sorocaima, que pescaba en los arroyos y que el profesor Araújo llevaba a volar cometa en el potrero legendario de María Natera.

Solo por eso, escucharé de nuevo a Celia cantar «qué buena es la Nochebuena» y pediré hallacas en La Tiendecita…

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