No me alcanza la memoria, debo reconocerlo, para confesar cuándo consumí mi primera dosis de cafeína, bien pudo haber sido en una taza de porcelana, una totuma ceremonial, una vasija de barro cocido, o hasta en un simple biberón, en cuyo caso María Aurora se habría asegurado de que no estuviese muy caliente, lo que sí puedo contar aquí, en este momento, bajo esta llovizna, es mi recuerdo más antiguo, mi regusto más remoto, el placer ancestral de una humeante poción al pie de una hornilla de leña en Santa Rita, no tendría más de siete años, acaso ocho, nueve no, porque ya vivíamos en la casa del guayabal, Heródoto y su machete ya habían segado todos los olivos, matarratones y guayacanes de nuestro patio, todo lo que no diera frutos, me acuerdo bien, porque Nilo corría con los bríos de un cachorro y Simón barría antes del alba el ramaje de los ciruelos.
Una bartender polaca, demasiado bella para atender una barra, me ha servido un filterkaffe en un pocillo inmenso, mientras yo, en mi pobrísimo alemán, trato de averiguar cómo regresar a Potsdamer Platz, siempre me ha costado más volver al hotel que encontrar una dirección, no importa cuán laberíntica o enrevesada sea la ciudad, «cuando tú vas, ya yo he vuelto», repetía Heródoto, pero como dije para mí es más fácil la ida que el regreso, es como si de algún modo siempre estuviera yéndome, preparando mi valija, esbozando un hasta pronto, por otra parte, no creo que sea sencillo despachar todo este mal café, de modo que dispongo de suficiente tiempo para contar, mientras todos los demás beben cerveza de trigo, mi recuerdo más antiguo del café, de esta bebida cautivadora que me ha traído hasta aquí, que ha perturbado mi vida en el más puro sentido de la palabra.
Así pues, principiaré por decir que Heródoto solía levantarme hacia las cinco de la mañana para ir a la plaza de mercado, aunque es justo aclarar que esto solo ocurría cuando tenía dinero, lo cual no era muy frecuente, como es bien sabido, los maestros no eran muy apreciados por esos lares, nunca lo han sido, salvo, claro está, los “maestros de obra”, quienes sí podían llevar solomillo a su mesa casi a diario, o bagre rayado, o arencas del Cerro de San Antonio, ellos recibían su paga por adelantado, o no iniciaban la obra, punto, pero Heródoto, mi pobre padre, era maestro de los paupérrimos, pobrísimo como él solo, enseñaba historia, una disciplina que no inspiraba sino bostezos, sea como fuere, cuando Heródoto tenía las arcas llenas y podía darse el lujo de no fiar en la tienda de la esquina, dejábamos de comer salpicón de moncholo, me levantaba a las cinco de la mañana para ir a la plaza de mercado, invitación que nunca decliné, porque sabía que venía acompañada de una generosa ración de carimañolas con picante, en realidad, para muchos la palabra exacta es «caribañola», una exquisita fritura de yuca rellena de carne molida, Heródoto solía decir, mientras caminábamos bajo una apretada techumbre de estrellas, que la cocina de Occidente no había logrado nunca sobreponerse a la invención de ese boccato di cardinale…