Se cumplen cien años de la publicación de la novela La vorágine, del escritor de San Mateo José Eustasio Rivera. Como dato curioso cabe mencionar que su pueblo natal tomó luego el nombre de Rivera en honor a su hijo más ilustre. La novela es, sin duda, una de las ficciones fundacionales de Colombia, de esas que en el pasado eran de lectura obligada en los colegios. En La literatura colombiana, un fraude a la Nación, Gabriel García Márquez la destaca como uno de los seis grandes puntos de referencia que sirven de apoyo para establecer los colosales vacíos de las letras nacionales. Antonio Caballero la llamó alguna vez «la gran novela de Colombia». Afirmación perfectamente discutible, pero que da una idea cabal de la honda resonancia de la obra.
Este será un año, entonces, para emprender una relectura de la obra de Rivera, para revisitar su novela a un siglo de su publicación, para indagar en los modos en que la novela consigue o no interpelar al lector moderno. Un año para actualizar esa célebre apertura que parece no envejecer: «Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar, y me lo ganó la violencia.».
No hay ninguna razón para suponer que el valor de las novelas es ajeno a la instrumentalidad pragmática. Por el contrario, la mayoría de las veces el valor estético de una obra está indisolublemente ligado a su utilidad y a la función que ciertos sectores le han asignado al interior de una determinada comunidad de intérpretes.
Uno de los conflictos centrales tiene que ver con lo que podría llamarse las contingencias del valor estético y los mecanismos de canonización de una obra literaria. En Colombia, ese debate no debe reducirse a la palmaria imposibilidad de definir un valor estético transhistórico, esto es, permanente, sino que en su lugar debe procurar explicar por qué determinadas obras y autores han perdurado como auténticos monumentos de la cultura colombiana, mientras que otros, en cambio, están muy lejos siquiera de ser considerados o apreciados como poseedores de algún recóndito valor. No hay la menor duda: el campo literario, en tanto espacio de pugnas estéticas e ideológicas, es un ámbito propicio para analizar en profundidad esta compleja problemática. Los intereses políticos y económicos, las distintas visiones de país que han ido elaborando las élites dirigentes, la participación de la iglesia en la educación y en la construcción del canon literario son diferentes aristas de un mismo problema que, hasta el momento, no ha sido suficientemente estudiado. Por ello, casi siempre se evade la discusión del porqué determinados autores han gozado del favor tradicional de la crítica, mientras que otros, sin que medie consideración alguna de orden estético, simplemente han sido relegados al olvido o a la censura.
Y los cien años de La vorágine son un buen pretexto para dar esa discusión.