Escribo estas líneas de madrugada, para ser leídas el 8 de diciembre. La noche de velitas acaba de pasar, los pisos de las terrazas están llenos de velitas de colores a medio quemar, o de farolitos para evitar que la ventolera apague las ofrendas a la Inmaculada, a la virgen bendita, como dice la canción. ¿Qué le puede interesar a un lector el 8 de diciembre? ¿Qué está buscando en su lectura? ¿Por qué no está escuchando música, bebiendo un trago o atizando un fogón en la cola del patio?

Me doy cuenta, de golpe, mientras bebo un café que me ha traído Martha, que la clave de diciembre es la repetición: se preparan las mismas recetas, se escuchan las mismas canciones, se extraña a la misma gente. Casi podríamos decir que se respira la misma brisa. Diciembre es el eterno retorno de la nostalgia, el recuerdo triste de los tiempos felices.

Así, como en una columna cíclica, diré otra vez que, de los días fugaces de diciembre, el 8 siempre fue mi preferido. Sé, sin embargo, que muchos prefieren el siete y otros añoran el 31. Para mí, diciembre es en esencia el eco de la infancia. Es el olor a pintura fresca, la brisa que remonta las cometas, el patio ancestral donde crecí. Diciembre es la música en la distancia, también bajo el níspero, la voz de Celia, de Héctor, de Joe, el fragor de una cancha de fútbol, el sancocho en el fogón de leña, el beso furtivo con sabor a ron con pasas de la primera novia.

Hace un año, escribí en una columna: «volveré a celebrar la Navidad como una íntima ofrenda a la infancia. La Navidad es para mí un homenaje a esa época en que el desencantamiento del mundo no había tenido lugar.

La clave de diciembre es el tiempo, sin la menor duda. La física moderna dice que quizá la flecha del tiempo —y la conciencia de su fluir— se deba más a nuestra miope perspectiva que al universo en sí mismo. Dice que el tiempo no es único ni se orienta de pasado a futuro ni la noción de presente tiene sentido, pero entonces ¿por qué nadie nos saca de la cabeza que hoy es 8 de diciembre de 2023 en todo el vasto universo? Acaso porque, aunque no sepamos nada de entropía ni de termodinámica ni sospechemos que esa cosa rara e inasible que en vano intenta medir el reloj en nuestra mesita de noche se parece más a una inmensa y desordenada red de eventos cuánticos que a una línea temporal, en el fondo de nuestro ser, no estamos hechos de otra cosa que de las cicatrices que el oleaje del pasado va dejando en la memoria. Tal es el tiempo para nosotros: recuerdos, nostalgia, dolor de ausencia. Enigma insoluble que ha fascinado por igual a científicos, teólogos, filósofos y poetas.

Con razón exclama el inmortal Adolfo Echeverría «¡Qué linda la fiesta es en un 8 de diciembre!», con razón pregunta Neruda: «y cómo se llama ese mes que está entre diciembre y enero?».