Cuenta Gabo que una noche irrepetible de 1968, mientras viajaban a Praga en tren desde París, a Carlos Fuentes le dio por preguntarle a Julio Cortázar acerca de la introducción del piano en la orquesta de jazz. «La pregunta era casual y no pretendía conocer nada más que una fecha y un nombre, pero la respuesta fue una cátedra deslumbrante que se prolongó hasta el amanecer, entre enormes vasos de cerveza y salchichas de perro con papas heladas». Cortázar, es bien sabido, conocía como pocos la estética del jazz, tocaba la trompeta y había publicado El perseguidor, un extenso relato inspirado en el mítico saxofonista afroamericano Charlie Parker.

Me gusta imaginar que ya en el terruño de Kafka, en algún bar de la ciudad vieja, Gabo y Fuentes cobraron su venganza con un plato frío de sabihondas disertaciones sobre música de acordeón y corridos mexicanos. En todo caso, la música que apasionaba a Cortázar es la misma que por estos días se toma las casas barranquilleras: el jazz, «el creado por los negros, y único que merece tal nombre».

En realidad, nadie sabe bien qué quiere decir la palabra «jazz». Cada supuesto conocedor improvisa una hipótesis. En algo coinciden: como magnífica expresión de la resistencia negra, el jazz se abrió paso desde los bajos fondos de Nueva Orleans, desde el caldo multicultural que hervía con fervor a orillas del Misisipi hasta la cúspide del mundo.

Supongo que para quienes ven en el jazz un signo de sofisticación, sería preferible no recordar sus orígenes violentos y marginales. Les pasa igual con el tango, que nació en los burdeles del arrabal. Pero el jazz es mucho más que eso: es lamento dulce de creación inagotable, tradición y talento individual, ritmo que deambula por la piel, sensualidad que se incorpora a la sangre, melodía de Moebius, nostálgica y festiva, que arracima el legado ancestral de África, de América, de Europa, del Caribe, desde el aquí y el ahora de sus improvisaciones magistrales e irrepetibles, el jazz mira al pasado y al futuro, es tristeza y desarraigo, sin duda, pero también canto de libertad, de esperanza, de inquebrantable rebeldía, de optimismo frente a la opresión, es la búsqueda feliz e incesante de una realidad «otra», de una temporalidad «otra», el jazz es viejo como el algodonal del bisabuelo negro, pero siempre nuevo, siempre reciente, siempre como pan recién horneado brotando del saxo o del clarinete del bisnieto mestizo.

Es la fruta que saborea el niño en el ciruelo, la genialidad de Lucho Bermúdez, el tiempo elástico que intuye Johnny Carter, que vincula el piano de Thelonious Monk al de Eddie Palmieri, la trompeta de Louis Armstrong a la de Pacho Galán. El poderoso influjo del jazz, que no es solo musical, sino literario. Acaso porque lo literario es siempre vívidamente musical, o porque la vida misma sin música sería un error, una fatiga y un exilio, como pensaba Nietzsche.