Aunque también sucede en otras partes, hace mucho tiempo en nuestro País ha venido imponiéndose una manera de pensar que en buena medida explica el atraso que vivimos. Tantas carencias, tanto pesar y frustración, han motivado una sensación generalizada de dependencia crónica, en la que unas esperanzas infundadas avivan la insostenible creencia en remedios inmediatos, que lógicamente nunca llegan o llegan mal y tarde. Pensamos que el Gobierno, ese conjunto intangible, leviatánico e incomprensible, va a salvarnos algún día, a poner nuestra vida en orden, a responsabilizarse de nuestro destino.
Cuando la realidad va enseñándonos que nada de eso va a pasar, incomprensiblemente le apostamos a hinchar el tamaño del monstruo, a crear más ministerios, agencias, oficinas, institutos, a nombrar más funcionarios, más Estado. Poco a poco vamos extendiendo el disparate, emulando a Sísifo, pero en cada intento alargando la cuesta y agrandando la piedra. Entonces brotan salvadores, individuos vociferantes que proclaman haber encontrado la solución para todo, la fórmula que nos sacará de la pesadumbre, preferiblemente en cuatro convenientes años, a veces en ocho. Esos redentores no suelen ser pudorosos, van diciendo lo que sea, aunque sus tonterías no guarden conexión alguna con la realidad, aunque ya se hayan intentado y fracasado en otros lados, nada importa, ellos sí podrán, ellos saben. Y les creemos. Millones de ciudadanos se aferran a ese escenario, uno en el que no hay que hacer mucho, simplemente votar y esperar sentados, sin más, milagrosamente.
Lo que suele pasar, en cambio, es que esos improbables Mesías arrastran a sus pueblos a debacles diversas, generalmente manifestadas en guerras o en empobrecimientos críticos. Ahí están los libros que nos enseñan cómo naciones de todos los colores y sabores, en todos los rincones del mundo, han sido llevadas a sufrir tormentos absolutamente evitables, innecesarios. Hitler, Castro, Mao, Mussolini, Chávez, todos ellos fueron apoyados de forma masiva y furibunda por personas que les compraron las mentiras, que cayeron en la trampa. Creyendo que con un Estado y un Gobierno magníficos y omnipotentes, controlados por su supremo, infalible y eterno líder, llegarían a la tierra prometida, fueron poco a poco entregando sus libertades, amarrándose ellos mismos las riendas que los condenarían.
No son ellos, ni los políticos, ni los ministros, ni el presidente, quienes nos van a mejorar la vida, acaso lo hacen mínimamente. Somos nosotros, con nuestros actos, nuestra consideración, nuestro respeto, nuestro mutuo, honesto y persistente esfuerzo, los que debemos hacernos responsables de nuestro futuro. A ellos hay que pedirles modestia, que hagan su mecánico trabajo con discreción y eficacia, sin alardes inútiles, que no decidan todo por nosotros, que se encarguen de lo básico, que no se entrometan demasiado.
moreno.slagter@yahoo.com
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