Es muy difícil no verse inquietado por las noticias que nos llegan desde España, Bolivia y Chile, informando sobre significativas protestas populares de diversos orígenes, todas acompañadas de una importante dosis de pillaje y vandalismo. Siempre señalando al gobierno, como no, se levanta la voz contra liderazgos de derecha, de izquierda o de cualquier tendencia, sin especial distingo.
En Cataluña están delirando hace rato con fábulas de independentismo, buscando como sea motivos para quejarse. Con un nivel de vida envidiable cuesta trabajo darle razón a tanta furia; tal vez se sienten demasiado cómodos, la cerveza se sirve muy fría o las croquetas son crujientes en exceso. En fin, cosas de países desarrollados que no parecen tener sentido en medio de las angustias que se viven por estos lados. Puede que todo sea simplemente otra pataleta por un capricho, por ahora, no concedido.
Lo que pasa en Bolivia es más o menos entendible. Todo empieza por un aparente fraude electoral que ha impuesto una plausible sombra de sospecha sobre los métodos del gobierno para mantenerse en el poder, y claro, al sentirse estafada, la mitad del país sale a reclamar sus derechos. Supongo que con hacer bien la tarea, con contar los votos con honestidad, se podrían calmar los ánimos. Ojalá sea eso lo que pase.
En Chile, por otro lado, el panorama está más complicado. Las cifras socioeconómicas que nos llegan desde el país austral permitían suponer que iba por buen camino, una excepción en este atribulado continente. Pero ahora resulta que no, que no todo era tan bueno, y las personas, utilizando como excusa un aumento de la tarifa del pasaje del metro de Santiago, salieron a la calle a protestar, no sólo por eso, sino por todo lo imaginable. Pasado el momento de la chispa del aumento se ha establecido como ‘casus belli’ la elevada desigualdad de la sociedad chilena, y con ello se encendieron las voces de todos aquellos que encuentran en la desigualdad la razón de todos los males. Hay que ver cuánto nos seduce esa palabra. Lo malo es que ya el acorralado presidente Piñera anunció una serie de medidas que suenan muy bien, pero que son de dudoso cumplimiento, dado que suponen un considerable aumento de los gastos del Estado, quizá más allá de sus capacidades. Creo que la confusión chilena les va a salir más cara de lo imaginado.
Lo que es imposible de entender ni de justificar en cualquiera de estos casos, es la destrucción que ha acompañado las protestas. Cuando en ese contexto se acaba con una estación de metro, o se incendia cualquier cosa, se revela hasta dónde puede llegar la estupidez humana. Es como si uno, en su casa, decidiera moler a palos la nevera porque no tiene suficiente comida para llenarla. Aquí no puede haber medias tintas. Si no es posible protestar sin destruir y sin poner en peligro a medio mundo, es mejor replantearse el método. No todas las protestas, ni las revoluciones –por abusar del término–, tienen que ser con sangre y fuego.
moreno.slagter@yahoo.com
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