El pasado lunes falleció Felipe Ossa, uno de los libreros más respetados de Colombia, quien estuvo buena parte de su vida vinculado a la Librería Nacional. No tuve la oportunidad de conocerlo, ni he leído su libro Leer para vivir, y sin embargo la noticia me conmovió, de la misma forma que propició numerosas reacciones entre quienes tienen algún tipo de vínculo con su oficio.
La Librería Nacional y la extinta Librería Cervantes, en Barranquilla, fueron las primeras librerías que conocí. Cuando era muy niño, y no podía andar solo por ahí, mi abuelo me llevaba con frecuencia a ambas, dándome la oportunidad de escoger algún libro de vez en cuando, o de acompañarlo cuando era él quien estaba buscando alguna obra. Luego, al ganar algo de independencia con la edad y desaparecida ya la Cervantes, me aventuraba cada cierto tiempo a visitar la Librería Nacional de la carrera 53, en la que me perdía por horas recorriendo con minuciosidad sus largos pasillos. Conocía ese local como si viviera ahí. Era un lugar frío, es decir, confortable en estas latitudes, siempre luminoso y con un olor característico a libro nuevo, que quizá es uno de los mejores perfumes del mundo. Aunque hoy la visito menos, me alegra comprobar que, contra todo pronóstico, esa librería todavía perdura. Un milagro comercial que vale la pena celebrar.
Cuando la vida me llevó a otras ciudades, siempre busqué el ancla de una librería. En Bogotá no perdonaba cada quincena la visita a la Librería Nacional de Unicentro, cercana a mi casa. En Madrid alternaba entre la moderna FNAC de Callao y la venerable y enorme Casa Del Libro en Gran Vía, que se convirtieron en unos auténticos refugios de sábado por la tarde. Cuando frecuenté el Reino Unido no dejaba de entrar a cualquier Waterstones, cuyos locales eran omnipresentes.
El tiempo pasa y las cosas evolucionan. Las ventas por internet, la proliferación de los medios digitales y los cambios en los patrones de consumo, han mermado el interés por las compras en las librerías físicas. Seguramente dentro de unos años sólo quedarán un puñado de ese tipo de establecimientos. Contra eso no se puede hacer mucho, no creo en la nostalgia activista y considero que es más conveniente adaptarse a los cambios. Las próximas generaciones experimentarán el descubrimiento de los libros de otra manera, normal, así como las experiencias de los hijos serán diferentes a las de los padres, nada hay que lamentar.
Lo que queda es agradecerles a los libreros como Felipe Ossa, a esos Quijotes que, con gran riesgo, se encargaron de traernos el mundo a Barranquilla. Paz en su tumba.
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