Como consecuencia de los episodios dolorosos y fenómenos sociales que hemos vivido en nuestra historia reciente, los colombianos solemos arrastrar estigmas lamentables y vergonzosos, que todos llevamos como una marca impuesta con hierro candente y que cargamos como pena infamante.
En los últimos años, Colombia ha estado a la cabeza de los mayores productores y comercializadores de cocaína. De hecho, el informe anual de la Administración para el Control de las Drogas de Estados Unidos (DEA), de 2017, señalaba que el 92 % de la cocaína incautada en ese país entre 2015 y 2016 era originaria de Colombia.
También es frecuente que nuestro país se sitúe en los primeros lugares de los listados de los más violentos del planeta. En el Índice de Paz Global 2017 del Institute for Economics and Peace, Colombia es uno de los territorios peor valorados (puesto 146), lo que lo califica como uno de los más inseguros.
Se suma a las anteriores máculas oprobiosas la corrupción que lastima gravemente a nuestra sociedad y democracia. En el informe de Transparencia Internacional sobre la percepción de la corrupción en 2017, Colombia es uno de los países con mayor índice a nivel global. Aparece en el puesto 96 entre 180 países.
Pero a pesar de lo traumático que para nosotros los colombianos significan estas deshonras, no son las peores que cargamos sobre nuestras espaldas. Tenemos una gran inequidad social y una alta concentración de la riqueza nacional en muy pocas manos. Esta realidad de desbalance social, según el Informe Mundial sobre Ciencias Sociales 2016 (Unesco), no se limita a las disparidades económicas sino que trasciende e interactúa con los planos político, social, territorial y cultural. Esto se traduce en limitadas oportunidades para el desarrollo personal y colectivo, y mayores dificultades de acceso a ellas por parte de grupos poblacionales de los bajos estratos sociales.
Este, a mi juicio, es el más grave de los estigmas que nos agobian. Se trata del caldo de cultivo y medio fomentador de la violencia social, la inseguridad, el narcotráfico y la pérdida de valores éticos por los que nos señalan en el concierto internacional y que obstaculizan nuestra evolución hacia una sociedad con mejor calidad de vida y respeto de la dignidad humana.
Nuestro país es uno de los más inequitativos del mundo al compararnos en el escenario internacional a través del índice Gini –que mide la desigualdad del ingreso y la riqueza dentro de un país– que oscila entre cero (completa igualdad) y uno (total desigualdad). En la evaluación realizada en el año 2009, nuestro coeficiente de Gini fue de 56,7, que nos ubica como la segunda sociedad más desigual del hemisferio occidental y una de las más inequitativas del planeta, al ocupar un vergonzante noveno lugar entre 140 países del mundo, solo superado por siete países africanos y Haití.
¿Será que estamos condenados a vivir para siempre con el estigma de la inequidad, o nos decidimos como sociedad a avanzar en su superación? Se hace necesario, a través de políticas de Estado y con el compromiso de toda la sociedad, construir y fomentar espacios y caminos de movilidad intergeneracional que permitan a los jóvenes el acceso a mayores oportunidades de estudio y trabajo con las que logren construir su bienestar social.
Estos medios de movilidad social deben ser accesibles a todos en igualdad de oportunidades y que cada quien tenga la posibilidad de tejer su futuro en la construcción de una Colombia justa.
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