Érase una vez un hombre que leía tanto que sus amigos agradecían el hecho de que nunca hubiera aprendido a conducir un automóvil, pues tenían “el temor de que no resistiera la tentación de leer manejando”. Ese temor acabó de disiparse por completo cuando vieron que, con el tiempo, el compulsivo lector escogió para ejercer su frenética actividad un tipo de asiento que jamás podría colocarse detrás de un volante: una apacible mecedora caribe.

Se llamaba, creo que ustedes ya lo han adivinado, Germán Vargas Cantillo. Creo también que saben cuáles eran sus amigos. Voy a referirme a uno en particular (previsible por lo demás): al que justo expresó tal hipótesis alarmante de un Germán Vargas poniendo simultáneamente en marcha, por ejemplo, la lectura de Los cantos de Maldoror, del Conde de Lautréamont, y un Chevrolet Fleetline por las calles de la Barranquilla de 1951; sí, voy a referirme al más famoso y exitoso de sus amigos, Gabriel García Márquez, quien lo volvió personaje de dos de sus mejores novelas. Y lo voy a hacer sólo para subrayar la modesta, desprendida y laboriosa colaboración que, en las más diversas facetas, prestó siempre Germán Vargas al gran hacedor de Macondo, desde que Macondo era apenas una célula latente.

Lo conoció en la redacción de El Nacional el 16 de septiembre de 1948 y, poco más de un año después y hasta 1953, “vivía pendiente a toda hora” de sus carencias, adivinando cuándo no tenía dónde dormir (¡la clarividencia de la generosidad!) para darle con la mayor discreción “el peso y medio para la cama”. Después fue una suerte de agente literario suyo, proponiendo de editorial en editorial los originales de La hojarasca y de El coronel no tiene quien le escriba. Para esta última novela fue, además, su investigador de campo, ya que, para cubrir una necesidad de información del autor, Germán buscó quién supiera de gallos de pelea y logró que, desde La Habana, Enrique Scopell escribiera un tratado sobre la materia, que luego él le envió oportunamente a París desde Bogotá. Años después, en 1961, en la capital colombiana, acudió en representación suya para recoger el Premio Esso de Novela que había obtenido con La mala hora. Sobra decir que fue su lector de trabajo desde la primera entrega de “La jirafa”, cuyo recorte rompió en pedacitos por toda opinión, hasta El general en su laberinto (1989).

Como casi todo el grupo de Barranquilla, Germán Vargas Cantillo ensayó la escritura de cuentos. En 1958, cuando quemó las naves –esto es, cuando decidió irse de Barranquilla para Bogotá con su recién formada familia–, quemó también los cuentos que había escrito. Fue una resolución trascendental, pues desde entonces ocupó en forma definitiva su lugar en uno solo de los dos lados del texto literario: el lado correspondiente al artista lector. Como a George Steiner, le pareció más sensato ser el cartero que el autor de las cartas; como Borges, prefirió enorgullecerse de los libros que había leído y que seguiría leyendo hasta el último día, y no jactarse de los que durante algún tiempo había pensado escribir.

Al entrar a su casa forrada de libros hasta en el cuarto de baño, uno confirmaba lo que ya intuía: era uno de los legendarios habitantes de la Biblioteca de Babel. Y allí también era generoso, pues hizo de la suya una biblioteca circulante. Prestaba los libros que se le solicitaban y registraba a mano en un cuaderno escolar los títulos y el nombre del beneficiario.

Un mediodía, tras recoger a Germán en las oficinas de EL HERALDO, su esposa, Susana Linares, detuvo el carro familiar en una estación de gasolina para cargar combustible. Otro cliente reconoció al periodista, que iba en el puesto del pasajero, y de inmediato lo saludó con afecto: “¡Qué hay, don Germán! ¿Cómo va esa ventana?” (aludía a su columna semanal “Ventana al mar”). Germán le contestó: “Ahí sigue abierta”. La mañana del miércoles 22 de mayo de 1991, cuando Álvaro Suescún me llamó compungido por teléfono a Sonovista, la empresa de publicidad donde yo trabajaba, para darme la noticia de que Germán acababa de morir, se me vino de inmediato a la mente la imagen de una ventana de dos hojas abierta a un mar azul y sereno que, en ese momento, unas manos empezaron a cerrar lenta pero irremediablemente hasta que todo quedó sumido en la oscuridad.