El caso de una familia que, tras exigirle a las autoridades la exhumación del cadáver, logró identificar el cuerpo de la madre que había sido enterrada con el nombre de otra que no era su ser querido, revela mucho más que un hecho judicial. Es un ejemplo que demuestra el valor que tienen las emociones individuales en el plano de la ética.

Enterrar a sus muertos es un deber que se estima privado, pues se supone que sentimientos como el duelo y el abatimiento de los seres humanos ante la muerte de quienes amamos son particulares. Pero desde edades muy antiguas de la humanidad, ese deber se ha situado en la encrucijada de los conflictos entre individuos y Estado. Cuánto hemos admirado la lucha que libró Antígona para darle sepultura a su hermano Polinices en contra de una ley establecida por el rey Creonte que lo prohibía. Una tragedia humana con repercusiones inequívocas en la ética ciudadana, bella pero trágica, valga la redundancia, en la tragedia de Sófocles.

¿Son las emociones como las de Antígona que lucha por enterrar a su hermano insepulto, u otras como la compasión y el amor, algo primario, irreflexivo, que deben ser subestimadas por la sociedad? La respuesta inmediata que uno daría es que no puede ser. Pero la realidad de las normas del Estado se impone, muy frecuentemente, de manera opresiva. Prueba de ello es el intento de gravar las pensiones, que es inconstitucional, pasando por encima de los miedos e inestabilidad de los pensionados que verían reducidas sus mesadas. No les importa a los burócratas que se repita el drama que García Márquez describió en “El coronel no tiene quien le escriba”. Vivimos en sociedades tecnocráticas, sin corazón para con los honestos, pero demasiado indulgentes con los corruptos.

Aristóteles se refirió en sus reflexiones éticas al lugar que ocupan las emociones en la construcción cívica y no solo en la vida personal. Bien conducidas, manejadas con propiedad, son manifestaciones de virtudes ciudadanas que revelan su racionalidad y ayudan a convivir con los demás. No de otra manera se entendería que la compasión, tan apremiante en estos tiempos del coronavirus, no es exclusivamente un sentimiento religioso que dejó de ser relevante en sociedades incrédulas, quedando a merced del Estado supuestamente benefactor. Pero no, la compasión es también, y sobre todo, un acto que ennoblece al ciudadano que se compadece de otros, de los enfermos, los desempleados, los que tienen hambre. ¡Cuánto se necesitan esos actos cívicos para el desarrollo social!

Sobre el amor, Aristóteles piensa que aunque no es una emoción estrictamente hablando, sí es una relación con componentes emotivos. Y antes de que San Pablo lo dijera, el filósofo griego pensaba que la relación de amor exige afecto mutuo, benevolencia y beneficio mutuos para el equilibrio social. No habría porqué pedirle a Aristóteles que dramatizara el amor como lo hace Shakespeare en “Romeo y Julieta”, pero gracias al filósofo griego, al santo cristiano y al dramaturgo inglés decimos que la emoción del amor nos hace sentir vivos.