Jesús María Acevedo Magaldi, un mocetón de exuberantes títulos universitarios pero de ética precaria, fue escogido en una sesión del Concejo llena de dulzones ditirambos para él. Por su hoja de vida votaron hasta los concejales de la “oposición” capitaneados por el doctor Antonio Bohórquez Collazos.

Aunque no tengo clara la militancia de Acevedo, es notorio que en su designación incidió la luz verde del partido que orientan los Char en la región.

Desde luego, el charismo me dirá, no sin razón, que si alguien cercano o políticamente orgánico quebranta las normas disciplinarias y penales, no es su culpa. Es verdad. A los partidos no les pueden endosar las barbaridades de sus militantes o recomendados, pero los partidos sí deben asumir la responsabilidad política que les corresponde.

El Polo Democrático en Bogotá, por ejemplo, afrontó en su momento una lamentable reprobación pública por no haber sido, desde un principio, lo suficientemente contundente con Samuel Moreno. Decía que había que esperar el dictamen de la justicia penal para actuar disciplinariamente contra Moreno. Demoró en la expulsión cuando ya era visible que el alcalde y su familia le habían metido todas las uñas a la jugosa contratación de la capital.

Cambio Radical, el partido que ha gobernado la ciudad desde 2008, debería asumir autocríticamente la responsabilidad política por las bribonadas de los últimos contralores. Los Char han hecho grandes cosas como empresarios, por el empleo y por el desarrollo de la ciudad, pero a medida que incrementaron su poderío político flexibilizaron sus estándares éticos. De ahí la gran distancia entre el charismo que ayudó a elegir gobernador a Gustavo Bell en octubre de 1991 y el que terminó juntándose con Oneida Pinto, Aida Merlano y otros personajillos.

Por supuesto, no es nuevo que los partidos y movimientos con gobernaciones y alcaldías pongan los contralores. Incluso los presidentes de la república lo hacen respecto a los contralores generales.

Pero eso ha sido nefasto para la democracia. Y la aberración tiene su origen en que quienes gobiernan suelen no simpatizar con las contralorías por ser sinónimo de boleteo intimidatorio. Prefieren, por eso, en estos organismos, gente cómplice que no promueva auditorías técnicamente rigurosas y mire para otro lado.

Acevedo no era garantía para la salvaguarda de la hacienda pública local. Y su agenda era obtener dinero a través de la contratación pública de dudosa pertinencia o mediante la extorsión.

¿Hay que acabar con las contralorías y en su lugar fortalecer el gobierno abierto y las veedurías? ¿O entregar la auditoría de los dineros públicos a firmas especializadas? Es un debate que se ve estimulado con episodios deshonrosos como este del excontralor de Barranquilla.

@HoracioBrieva