Justo un año después del despliegue de la Misión Multinacional de Apoyo a la Seguridad (MSS) en Haití, liderada por Kenia y avalada por Naciones Unidas, la violencia extrema de las bandas armadas continúa fuera de control. Es más, su presencia territorial, como lo certifican organismos de la ONU, se ha ido expandiendo hacia localidades ubicadas sobre las carreteras del área metropolitana de Puerto Príncipe, la capital del país, y hacia las rutas que conducen a la frontera con República Dominicana, donde tienen instalados sus peajes.
El incremento de asesinatos, ataques, secuestros, casos de violencia sexual contra mujeres y niñas, extorsiones, destrucción de bienes y desplazamiento forzoso de poblaciones a gran escala profundizó aún más la crisis sociopolítica, económica y humanitaria que afronta la nación caribeña, en especial desde el magnicidio del presidente Jovenel Moïse, en el 2021. Pero, sobre todo, desvaneció la renovada esperanza de sus ciudadanos de que la fuerza de efectivos extranjeros, en conjunto con la Policía Nacional y las Fuerzas Armadas, lograra ponerles fin a los aterradores abusos de las pandillas y grupos de autodefensa establecidos.
De inercia e ineficiencia, también de falta de coordinación por barreras lingüísticas o de recursos insuficientes para realizar operaciones conjuntas, hablan los atribulados haitianos cuando les preguntan sobre los problemas que arrastra la misión internacional. Ante su evidente incapacidad para pacificar el país e incluso para enfrentarse al enorme poder de fuego de las bandas criminales, la principal amenaza radica en la propagación de la violencia a la totalidad del territorio con un crecimiento desbordado del tráfico transnacional de personas y armas, lo que podría desencadenar la desestabilización de los países del Caribe.
Haití es una verdadera bomba de tiempo. No de ahora, desde hace mucho. El saqueo sistemático de sus arcas, en distintas etapas; la corrupción, el narcotráfico, la inestabilidad política, la fragilidad institucional, su vulnerabilidad a desastres naturales, pobreza extrema y, sin duda alguna, la violencia del crimen organizado, que aparece como la partera de su historia, entre otros factores, han hecho de este país un Estado fallido o en vía de extinción.
La más reciente Asamblea de la Organización de Estados Americanos (OEA), en la que se estrenó su nuevo secretario, el surinamés Albert Ramdin, aprobó una resolución, impulsada por Estados Unidos, para articular y aplicar una solución urgente y concreta que resuelva la grave crisis institucional y de seguridad en Haití. La iniciativa llama a aumentar la cooperación interamericana e internacional para restablecer el orden público, facilitar la entrega de ayuda humanitaria y crear condiciones para elecciones libres y justas en el país.
Casi nada. Se le da un plazo de 45 días a Ramdin, que ahora cuenta con una coequipera de lujo, la nueva secretaria general adjunta, la embajadora y ex vicecanciller colombiana Laura Gil, para que elabore un plan de acción consolidado. Este contempla ambiciosas tareas para encauzar –bajo el liderazgo de los haitianos– el rumbo de la desestructurada nación, donde más de 1,3 millones de personas son desplazadas internas y 6 millones requieren de asistencia humanitaria para sobrevivir. Increíblemente, el programa de respuesta humanitaria para ellos, reconoce Naciones Unidas, es el menos financiado a nivel mundial.
Puede parecer poco tiempo, pero Haití no lo tiene. Literal. En noviembre están previstas las elecciones generales, lo que a estas alturas no luce viable en vista del desmadre en materia de seguridad, pero el mandato del Consejo Presidencial de Transición expira en febrero de 2026. Es innegable que el futuro de Haití no depende en exclusivo de sí mismo. La resolución de la OEA aparece como el mejor plan, al menos el único consensuado que existe, para hacerle frente a su multicrisis. Ninguna salida autoritaria ni violenta la solventará. No queda más que esperar. Ojalá que esta vez sí sea la vencida, luego de tantas pruebas de ensayo y, en su gran mayoría, de error que le han costado un altísimo precio a pagar a los haitianos.
La OEA, por fin, ha dado un paso importante. Y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), que Colombia preside, ¿en qué está? Sería deseable que la IV Cumbre Celac-Unión Europea, que se realizará en Santa Marta, los próximos 9 y 10 de noviembre, garantice algo de la “solidaridad activa”, del apoyo regional, que demandan con premura sus abatidas autoridades para enfrentar la violencia y desestabilización que las consumen.