La llegada de las lluvias al trópico después de una temporada de sequía severa, atribuida al fenómeno de El Niño, ha sido motivo de gran alegría y celebración. En estas regiones, donde la vida y las actividades económicas dependen en gran medida de las condiciones climáticas, el regreso de la lluvia renueva la esperanza y da alivio a las poblaciones.

En la Barranquilla en la que crecí, un aguacero siempre era una buena oportunidad para un clásico de bola 'e trapo con los amigos de la cuadra. Bajo la lluvia, vivíamos momentos de intensa competencia que, en no pocas ocasiones, terminaban en los famosos empujones y en la siempre vigente frase de “agárrenme porque lo jodo”; sentencia que, una vez enunciada, garantizaba que la disputa se zanjaría con el próximo gol o con el final del encuentro.

Desafortunadamente, en nuestra ciudad, los fogosos partidos callejeros bajo la lluvia han sido reemplazados por enfrentamientos a piedra entre grupos de jóvenes vecinos de barrios durante los aguaceros. Cifras publicadas recientemente en este diario informaron que, desde 2016, estas contiendas han dejado más de una veintena de heridos y al menos 10 personas fallecidas. Agravando lo anterior, durante las fuertes lluvias de esta semana, las armas usadas para pelear escalaron de piedras a machetes y cuchillos.

El fenómeno de la violencia entre bandas o grupos puede entenderse a través de varias dimensiones, todas vinculadas a la identidad y pertenencia. La identidad de un grupo a menudo se define en oposición a otro grupo, y la rivalidad intensifica la cohesión interna de la banda. Dentro de las bandas, la lealtad es una expectativa tanto implícita como explícita. Sus integrantes experimentan una fuerte presión para participar en actividades violentas que demuestren su compromiso. La presión de grupo se convierte en una poderosa herramienta para mantener la disciplina.

Con mucha frecuencia, interpretamos esta violencia entre bandas durante los aguaceros solo como acciones para controlar territorios y recursos, desconociendo la compleja interacción de fenómenos que podrían estarla motivando.

Existe mucha evidencia científica que asocia la vinculación a bandas con factores socioeconómicos, familiares y culturales. Muchos investigadores coinciden en la imperiosa necesidad de garantizar, en las comunidades afectadas, que los jóvenes tengan la posibilidad de vincularse a programas educativos y de desarrollo personal que ofrezcan alternativas positivas a la pertenencia a estos colectivos. La creación de grupos juveniles, organizaciones comunitarias y espacios seguros donde los jóvenes puedan reunirse y participar en actividades esperanzadoras resulta fundamental para fortalecer su sana identidad y pertenencia.

La intervención temprana, incluyendo el apoyo psicológico, es esencial para identificar y ayudar a los jóvenes en riesgo antes de que se involucren en actividades delictivas. Programas de reintegración y mediación pueden facilitar la salida de miembros de bandas y promover la resolución de conflictos. Las políticas públicas deben abordar con contundencia las causas estructurales de la violencia: pobreza, falta de educación y escasez de oportunidades laborales. La colaboración interinstitucional entre la academia, las organizaciones no gubernamentales, los gobiernos locales y las fuerzas de seguridad es indispensable para crear un enfoque coordinado y efectivo.

Como sociedad, debemos cuidarnos de la indiferencia que termine normalizando la violencia durante los aguaceros. Dejar la responsabilidad de su atención a las fuerzas legítimas del Estado, en especial a jóvenes policías, puede tener consecuencias lamentables para toda una generación.

PD: No podemos aceptar cambiar ahogados en arroyos por muertos apedreados.

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