En las sociedades contemporáneas, la confianza y la credibilidad resultan ser valores fundamentales para su buen funcionamiento. Aceptando lo anterior, surge entonces la inquietud de: ¿en dónde deberíamos depositar nuestra confianza y credibilidad, en los individuos o en las instituciones que nos representan y sostienen? Si bien, en un primer momento, podemos sentirnos tentados a depositar nuestra fe en figuras carismáticas o líderes destacados, muy seguramente después de una breve reflexión, aceptaremos, que son las últimas las que sirven de bases sólidas sobre la cual se construye una sociedad estable y próspera, pues tienen la capacidad probada de perdurar en el tiempo, actuar con imparcialidad y asumir la responsabilidad de sus acciones.

Cuando depositamos nuestra confianza en las instituciones, lo hacemos porque reconocemos en ellas su potencial para perdurar más allá de las personas que la conforman o dirigen en un momento puntual de su historia. Los individuos somos efímeros y estamos sujetos, bajo ciertas circunstancias de lugar y tiempo, a cambiar de manera imprevista nuestra forma de entender la realidad. Las instituciones, por definición, suelen estar arraigadas en estructuras y sistemas que les permiten resistirse a las incertidumbres y dudas propias de los seres humanos. Un gobernante carismático puede ejercer una gran influencia positiva en el bienestar de sus gobernados, pero serán los organismos gubernamentales los que deberán permanecer, más allá de las temporales administraciones, garantizando la estabilidad y continuidad de los beneficios alcanzados.

De las instituciones, especialmente las judiciales, valoramos su capacidad de actuar de manera imparcial y equitativa. Las decisiones que tomamos como individuos son susceptibles de ser influenciadas por prejuicios o intereses. Las instituciones están diseñadas para garantizarnos que funcionan privilegiando el bien común, independientemente de la opinión de los administradores que dirijan sus destinos.

Otras instituciones, entre ellas las de control, promueven la responsabilidad y la necesidad de rendir cuentas por parte de todos los estamentos de la sociedad. Mientras las personas individualmente podemos eludir el compromiso de responder por nuestros actos, institucionalmente se tienen establecidos mecanismos para que seamos supervisados y regulados en nuestras acciones.

Creer en las instituciones, más que en los individuos que las conforman, resulta fundamental para construir y mantener una sociedad justa, estable y funcional. Las instituciones ofrecen continuidad, imparcialidad y responsabilidad, estableciendo un marco sólido sobre el cual se puede construir la confianza y el progreso a largo plazo.

En nuestro país hemos cedido ante la peligrosa tentación de homologar la gestión de un funcionario al valor que las instituciones otorgan a nuestro orden social. Motivados en irresponsables opiniones de notorias figuras nacionales, es habitual escuchar en la comunidad insultos e improperios contra las instituciones que representan los pilares de nuestra democracia. Seguir transitando por esa tortuosa senda solo podrá conducirnos a ser víctimas de figuras omnipotentes con tintes mesiánicos, tan comunes en estas latitudes.

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