Abrazar la verdad
¿Qué problema hay en que los niños de Colombia conozcan las historias de las víctimas de un conflicto que deja más de 121 mil desaparecidos? Debe haber claridad en que no es cuestión de tomar posturas ideológicas o políticas frente al resultado de más de cincuenta años de guerra ininterrumpida. Todas las vidas se tienen que respetar. Según el Ministerio de Defensa, en la última década han sido asesinados dos mil 888 miembros de la Fuerza Pública en «el acto del servicio». Este año van setenta y siete soldados y policías asesinados, y más de cuatrocientos heridos. Esta es una verdad difícil, como también lo son las verdades expuestas en el informe que todos, sin excepción, deberíamos leer.
En el colegio conocí la historia de Colombia. Una historia contada desde una sola orilla. Una en la que relatos como el desplazamiento forzado de mis abuelos maternos de tierras santandereanas hacia la Costa Caribe a mediados del siglo XX no se cuentan. Una en la que la llegada de Cristóbal Colón y demás conquistadores a nuestro continente se asemeja más a un cuento de Disney, que al horror que para los nativos de finales del siglo XV e inicios del XVI significó su arribo al territorio que habitamos. El nuevo ministro de Educación anunció que llevará el informe final de la Comisión de la Verdad sobre el conflicto armado a las escuelas públicas. Lo que para algunos representa sesgo y adoctrinamiento es una realidad dolorosa que no podemos ignorar nunca más.
Desde el privilegio, ninguna verdad es lo suficientemente cruda como para ser escuchada. Desde el privilegio, es muy difícil aprehender el dolor ajeno. Y más si ese dolor se vive en la Colombia profunda, la otra Colombia, distinta a la que disfrutamos los que no hemos temido por pisar una mina antipersona ni porque un ser que amamos la pise; quienes no hemos tenido que buscar entre los escombros de la guerra el cuerpo sin vida de un ser amado; quienes no sabemos lo que es estar en silencio por horas para evitar que el sonido que emitimos al toser o estornudar incomode a un paramilitar y que eso nos cueste la vida; quienes no hemos tenido que dejarlo todo para preservar lo único que al final vale.
¿Qué problema hay en que los niños de Colombia conozcan las historias de las víctimas de un conflicto que deja más de 121 mil desaparecidos? Debe haber claridad en que no es cuestión de tomar posturas ideológicas o políticas frente al resultado de más de cincuenta años de guerra ininterrumpida. Todas las vidas se tienen que respetar. Según el Ministerio de Defensa, en la última década han sido asesinados dos mil 888 miembros de la Fuerza Pública en «el acto del servicio». Este año van setenta y siete soldados y policías asesinados, y más de cuatrocientos heridos. Esta es una verdad difícil, como también lo son las verdades expuestas en el informe que todos, sin excepción, deberíamos leer.
«Llega un momento en que el miedo hace que uno no sienta más miedo», se lee en el volumen testimonial Cuando los pájaros no cantaban. El miedo mantuvo la verdad silenciada por mucho tiempo, pero no para siempre. Hoy podemos leer y abrazar la parte más cruel de la historia reciente de Colombia. Duele enfrentarse a la verdad cuando no es bonita. Pero la voz de cada una de las personas que suman cerca de treinta mil testimonios que narran la sobrevivencia ante la desgracia no puede seguir siendo desconocida ni lejana.
Cuando Socorro fue a recibir los restos de Florentino, identificó la “cabecita pequeñita” de su hijo en uno de los treinta cajones que había. Y, sin pensarlo, se lanzó a coger la “calaverita”. «Doña Socorro, ¡póngase guantes!», le dijo la antropóloga que la atendía. Y la afligida madre respondió: «Yo no me voy a poner guantes. A mi hijo lo cargué nueve meses en mi vientre, lo vi caminar, lo vi decirme mamá. Ahora no tengo por qué ponerme guantes, Dios mío».
P. S.: Como esta última historia hay miles, y hay que leerlas.
@cataredacta
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