En las imágenes que muestran al dalái lama y a un niño de la India siendo besado en la boca por el líder tibetano, la única inocencia presente es la del menor. El hombre de ochentaisiete años, que desde los cinco ha ejercido el rol por el que mundialmente es reconocido, no es quién para aprovecharse de la ingenuidad de nadie, ni pidiéndole que se acerque para darle un beso íntimo, ni mucho menos expresándole en señal “juguetona” que le chupe la lengua. La escena en una palabra: repulsión.
Hay quienes dicen que la sacada de la lengua del dalái lama no es más que una muestra propia de la cultura del Tíbet. Que su lengua, a diferencia de como puede ser vista por los ojos sucios de nosotros los occidentales, expresa respeto y afecto hacia quien va dirigido a escasos centímetros de distancia el “inocente” gesto. Falso. Un hecho como ese es aberrante aquí y en cualquier lugar del mundo. Y esa es una verdad muy difícil de aceptar para los que creen de forma casi enfermiza en la superioridad de quienes ostentan cualquier tipo de poder.
El gran repudio que han despertado en todo el mundo esas imágenes no obedece a posiciones políticas ni religiosas. Simplemente es una reacción razonable ante un hecho que no debería darse ni permitirse ni aplaudirse en ningún rincón de la Tierra. Tenzin Gyato, el hombre que encarna la santidad, reconoció en 2018 haber tenido conocimiento desde la década de los noventa acerca de abusos físicos y sexuales cometidos por varios de sus monjes en contra de estudiantes y seguidores de la doctrina budista, entre los que se incluyen menores de edad. ¿Y qué hizo el dalái lama con esa información? Nada.
El máximo líder espiritual del budismo tibetano es un humano más que comete graves errores. Y hay que empezar por ahí, no para justificar sus acciones, sino para castigarlas. Cuando hace varios años en una entrevista con un medio holandés se le preguntó sobre los múltiples casos de abuso al interior de su estructura religiosa, el hombre dijo que «ya conocía estas cosas», que no eran nada nuevo para él. Una postura de conformidad con el crimen convierte de algún modo en criminal a quien permite que este se perpetúe. Aun cuando se trate de alguien que responde al denominativo de ‘su santidad’. Hay que decirlo: las bromas del dalái lama no son broma, son abuso.