Gracias a las palabras y al arte de moldearlas, acotejarlas, de articularlas y pergeñarlas, como quien desarma pieza por pieza la torre de babel con su confusión de lenguas, nos podemos comunicar y entendernos unos a otros y todo apelando al mejor uso de sólo 28 letras, que son las que nos proporciona el Alfabeto. Como lo afirma Danilo Cruz “el lenguaje nos rodea por todas partes como el aire y así como el aire depende de nuestro ser específicamente humano”.
No es extraño que muchas palabras, aquí, allá y acullá, se tornen anacrónicas, desuetas y sean sustituidas por otras, cuando no son resemantizadas, porque, como lo afirma Ricardo Soca “nuestro idioma es un órgano vivo, que muta y se transforma de forma permanente”. En concepto de Wilhelm Von Humboldt “el lenguaje es el trabajo eternamente renovado en que el espíritu hace al sonido articulado capaz de expresar el pensamiento”.
Pero, bien dijo el filólogo español Martín Alonso que “llega un momento en que las lenguas autóctonas se van perdiendo al cabo de varias generaciones y solamente la obstinación de los íntegros e incondicionales y la tarea asidua de los escritores hacen que no se pierdan los reductos defensivos del idioma originario”. Y no pocas veces esa obstinación derriba las barreras que se le interponen a las palabras que, no obstante su raigambre popular, son tenidas por bastardas, hasta lograr su reconocimiento por parte de la Real Academia Española, abriéndose espacio en el Diccionario, como ocurrió con el porro y el vallenato en su vigésima tercera edición.
Compartimos con Luis Liévano Quimbay que “hay palabritas, palabrejas y palabrotas, palabras ingenuas y palabras estúpidas, palabras que no y palabras que sí. Hay unas que vuelan de boca en boca y pasan como monedas de mano en mano y se desgastan y desdibujan. Hay muchas que viven en la punta de la lengua y muchos que viven a punta de lengua. Somos lo que decimos, cada palabra que expresamos es pedacito de ese espejo resquebrajado que todo junto nos deja ver lo que realmente somos”.
La fuerza de las palabras se manifiesta de múltiples maneras, para interrelacionarnos, pero también para marcar distancias, para el elogio y también para la diatriba, para amar y también para odiar. Nada más cierto el aserto de que la lengua habla de lo que abunda en el corazón.
En los tiempos que corren, como lo sostiene el periodista español Gumersindo Lafuente, para bien o para mal, “las redes sociales han dinamitado las fronteras artificiales del idioma y han creado un espacio de comunicación instantáneo y universal”, conviene volver a nuestras raíces sociales y culturales, entre las cuales el lenguaje es esencial, como la mejor forma de reafirmar nuestra identidad y no dejarnos arrollar por el esnobismo de lo efímero y degradante de un mundo en crisis existencial, que sucumbe bajo el peso de sus propias contradicciones y dolamas.
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