Me gustan los valores humanos que se hacen presentes en la celebración de Navidad: humildad, sencillez y solidaridad. En el centro de esta conmemoración está el misterio de la Encarnación. Jesús de Nazaret es hijo de Dios. Dios se hace hombre. Una afirmación que parece revertir la dinámica cotidiana de los humanos de querer negar su condición y de despreciar sus características naturales, tratando de comportarse como “ángeles” o entidades divinas perfectas, que invalidan sus emociones y no aceptan sus limitaciones. Antonio Skármeta lo dice en estos términos: “Porque en un mundo donde todos los hombres quieren ser dioses, tú eres un dios que se hizo hombre”.
En una sociedad de lógicas “arribistas”, aquí se hace presente una lógica del “abajamiento”, de aproximarse y asumir al otro desde su realidad. Estoy seguro que esa es la principal actitud espiritual que puede aportarle sentido a nuestra sociedad. Las experiencias espirituales no pueden ser una invitación a la negación de nuestra humanidad, sino a generar actitudes y acciones que nos comprometan con la vida plena y digna. Celebrar este misterio tiene que ir más allá de las manifestaciones comerciales y folclóricas, y hacerse patente en actitudes y acciones de compromiso para que el otro esté bien, siempre mejor.
Ahora, el relato de los evangelios sobre la infancia, deja una característica todavía más emocionante, y es la sencillez de su presencia en medio de nosotros. En la sociedad del oro, de lo ampuloso y las parafernalias que buscan enredar y presentar lo sublime desde el brillo y la riqueza, Él se hace presente en un pobre pesebre. No se trata de adorar la pobreza económica y creer que ella es el ideal de la vida, sino de afirmar la simpleza, la sencillez como la verdadera manifestación de lo divino. Celebrar navidad es comprometernos con ser más sencillos y evitar quedar atrapados en las telarañas de lo fútil y de lo superfluo.
Me emociona reconocer la solidaridad como una manifestación de lo divino en las revelaciones de la presencia de Dios en nuestra historia cotidiana. Al hombre siempre encarcelado en su individualidad que lo agota en la soledad y lo lleva al desespero, Dios le recuerda que solo la solidaridad, el estar con y para los otros, puede alcanzarle esa meta de felicidad que intensamente busca. Más allá de las raras estrofas de los villancicos, de los rezos meditados de los gozos y de los regalos que nos damos, tendríamos que celebrar navidad siendo solidarios, ayudando realmente al otro y haciéndole sentir que no está solo, porque Dios, desde dentro, nos mueve a actuar en su favor.
Navidad es la oportunidad para entender las verdades de los relatos míticos, abandonando cualquier interés de tener poderes súper humanos y viviendo en plenitud nuestra humanidad. Vivir en Dios es vivir plenamente lo humano que somos.
Amo a ese Dios que me recuerda que buscarlo a Él es amar, servir y ayudar al que tengo al lado y me necesita. Confieso el poder transformador y sanador de ese amor de Dios que nos hace encontrarle sentido a la vida aun con los peores dolores. Pero, pienso que incluso si eres ateo, estas palabras de Skármeta pueden servirte: “Un humanismo ateo, por ejemplo, puede sentir simpatía apasionada por una deidad que nace en un establo y que al morir fraternalmente entre los hombres no hace una arenga retórica, sino una pregunta, “¿Por qué me has abandonado?”.