Entiendo la docencia como un ejercicio de provocar preguntas de todo tipo y proveer respuestas provisionales. Creo que quien aprende a preguntar y a intentar responder, aprende a vivir. Al fin y al cabo, en últimas, ese es el objetivo: aprender a vivir. Lo cual no se hace posible solo con la apropiación de unos conocimientos, ni el desarrollo de unas habilidades cognitivas, sino en el ejercicio de la autonomía, de la posibilidad de relacionarnos, de juzgar y expresar esos juicios con libertad y responsabilidad, de comprender el mundo en el que vivimos y de dejarnos jalonar por la utopía siempre seductora y esquiva.
No se trata de hacer lo que hace hoy de mejor manera el algoritmo, sino de sospechar, dudar, criticar y apostar por lo que parece improbable, pero nos llena de sentido; de ponderar las propuestas de otros, eligiendo las que nos produzcan placer, utilidad, significado, realización y nos hagan proponer las nuestras desde la coherencia y firmeza de quien cree. Cuando pensamos la educación así, el aula no se presenta como una epojé de la cotidianidad, sino como una continuación de esta, en la que se analiza y se intenta entenderla para seguir en ella con algunas guías y comprensiones.
Hace rato me preocupa mucho que no hayamos asumido la centralidad de la emocionalidad en toda esa aventura de enseñar-aprender. Y me refiero a la emocionalidad de todos: la del estudiante que llega de casa estimulado por unas maneras de sentir que lo van formando con mucha fuerza; la del docente que en el agite de sus compromisos, es un entresijo de respuestas emocionales a tantos estímulos; y en general la que se genera en el aula entre tantos sujetos que comparten.
No podemos seguir creyendo que la emocionalidad es inocua en el proceso que se vive en los salones de clases y en la casa. Tengo la sospecha de que el mal manejo de las emociones que por estos días recorre las calles de nuestras ciudades y que tapizan con vídeos morbosos las redes sociales, son el fruto de ese desprecio por lo que se siente, de ese creer que la emocionalidad no debe ser importante, porque al fin y al cabo su género es femenino. Como si todos los que nos creemos masculinos no estuviéramos formados por la feminidad también. Como si el mundo de los machos no fuera despreciable cuando solo se entiende desde el poder, la fuerza y la eliminación del opositor.
Sin darle a la emocionalidad la importancia que tiene en la vida, seguiremos matándonos sin entender por qué. Por eso creo que necesitamos aprender de ella y, sobre todo, cómo interviene en las aulas, en el proceso educativo y qué modelo pedagógico puede responder mejor a la integralidad de ese evento. Es lo que hemos hecho por estos días con un grupo de investigadores de la Casa del Maestro de la Universidad de la Costa, trabajando en entender la emocionalidad del discurso educativo de los profesores, buscando encontrar líneas que nos permitan hacer una propuesta de modelo pedagógico.
Pienso en ustedes como padres de familia, como acompañantes de niños, niñas y adolescentes y me pregunto ¿qué tan conscientes son de cómo su emocionalidad está formándolos? Porque creo que es lo primero que corresponde para tomar medidas eficaces que garanticen que podamos “enseñarles el oficio de vivir”, como decía el preceptor de Emilio. También de eso tenemos que hablar con seriedad.