Me gusta el carnaval. Creo que es una expresión cultural que celebra la hibridación racial que somos. Disfruto esas puestas en escena de la alegría y del jolgorio. Me emociono con la forma como se ridiculiza la realidad, para de alguna manera, hacerla más soportable. En los cuerpos que se contorsionan se hace presente el gozo de quienes se niegan a tener una vida sin sentido; en las máscaras y los disfraces se manifiestan las pasiones reprimidas que también experimentan quienes las usan.
Solo me preocupa que todas esas expresiones liberadoras se queden en estos días como un paréntesis de la realidad. No creo que la vida se trate de existir con alegría solo 4 días. Se trata más bien de vivir con esa emoción que llena de fuerza, de sentido y de ganas para juntar las jornadas desde un gran propósito trascendental.
Necesitamos vivir siempre desde la alegría, para ello requerimos exorcizar esa sospecha contra quien vive sonriendo, hacerlo deconstruyendo esa idea de que el alegre es irresponsable, entendiendo que lo contrario a la alegría no es la solemnidad, sino la amargura. La alegría nace de creer que la vida tiene sentido, que es jalonada por un propósito trascendente. Sin esperanza no hay alegría. Necesitamos creer que vale la pena vivir y que cada batalla es una oportunidad.
La alegría es la manifestación de sabernos gozar a las personas, que con diferencias y todo, están a nuestro lado. Ellos con sus singularidades nos enriquecen el existir. Descubramos al otro como uno que nos suma y no como un enemigo. Celebrar sus vidas es motivo de alegría. La alegría sana y es fruto de amarnos y no querer dejar de ser quienes somos; nos lleva dar nuestra mejor versión, gozando todo lo que somos.
Bailo y canto porque soy este y no otro. Mis defectos son oportunidades, no condenas. Vivo feliz, no porque no haya dolores, tristezas, problemas y derrotas, sino porque puedo existir y tomar decisiones. La alegría es manifestación de lo más interior de lo que somos, de nuestro espíritu. Hay que bailar y gozar la existencia en el cielo que construimos aquí, para soñar con el del más allá.
La amargura siempre es un infierno posible que podemos hacer arder a diario en nuestras relaciones interpersonales. El pesimismo como combustible del odio y de la violencia, nos mete en el absurdo que quita las ganas de existir. Hay que vivir en la alegría real que nos hace comprometernos por ser mejores como individuos y sociedad. No es una burundanga que nos hace despreciar la vida. La alegría tiene que ser una manifestación de que somos responsables y conscientes de cada dimensión de la vida.







