Durante todo el día hacíamos los pasteles. Mi abuela dirigía esa operación culinaria que nos permitía participar a todos. Mis padres, mis hermanos y yo entendíamos que hacer ese plato de comida era un pretexto para sentir que éramos un equipo que vivía en esa comunión que resulta de seres que se aman en medio de sus diferencias y los distintos roles. Luego en la noche la reunión movida por esa música que suena más linda en Navidad y que de alguna manera nos identifica; era un espacio para reconciliaciones, para tener expresiones de afecto, hacernos promesas de mejores actitudes y vivir momentos espirituales en los que nosotros mostrábamos qué tanto sabíamos leer cada uno de los gozos de la novena. Así recuerdo la noche de Navidad. Seguro no tenía tantos ribetes internacionales como los de hoy, pero era confluencia de nuestros mejores deseos y emociones.
Luego, cuando estudié teología y entendí lo que celebramos esa noche. No solo me emocioné por lo que vivíamos en nuestra casa materna, sino que entendí que necesitábamos buscar más recursos pedagógicos que nos ayudaran a no quedarnos en lo sensible de los adornos, sino a buscar el sentido profundo de esa experiencia fundamental de nuestra fe. Esta noche, presentada con sencillez, pero con densidad en los relatos canónicos, expresa tres maravillosas manifestaciones de Dios:
1. La humanidad como la única realidad en la que se manifiesta la divinidad. Es asombroso que sea en una parturienta, en un pequeño niño y en un papá que no puede dar las mejores comodidades al bebé, como se exprese la manifestación plena de Dios. Ese es el dato de fe. A Dios no lo expresan ni el ego, ni el aparentar, ni los adornos que brillan, ni el poder que somete y subordina. Es la humanidad desnuda en sus limitaciones y posibilidades, en sus pérdidas y encuentros, en sus opciones y renuncias, la que muestra lo sublime.
2. La comunidad como el espacio en el que acontece Dios. A pesar del valor inigualable del ser humano, no es en el proyecto egoísta que se aísla el espacio para encontrarse con Dios. Es en el compartir solidario, en las relaciones dignas de hermanos que gozan en el tropezar de corazones, en la asamblea que sin ninguna pretensión busca ayudar al otro a ser más y mejor humano; allí, en el encuentro fraternal simbolizado en la mesa donde está presente el Dios del amor. No son lugares, sino comunidades. Es allí donde se celebra la vida que es sanada y liberada por el amor. Es la certeza de que siempre alguien nos necesita y a alguien necesitamos.
3. En la alegría y la esperanza de cada corazón que busca realizar sus expectativas. Al fin y al cabo, el ministerio de Jesús es ese: hacerle saber a cada ser humano que no todo está perdido y que vivir en el amor nos da la posibilidad de vivir felices. Me impresiona que su ministerio es darle lo que necesitan a los 6 grupos de seres humanos discriminados y apartados: “los ciegos reciben la vista, los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos son resucitados y a los pobres se les anuncia el evangelio.” (Lucas 7,22-23). El da lo que el corazón necesita. Ese grupo de humanos necesitados nos representan a nosotros con nuestros vacíos y carencias, y nos alegramos porque en él encontramos respuestas.