El predicador con su voz firme y emotiva repite: “Dios interviene en todas las cosas para bien de los que le aman” (Romanos 8, 28); lo escucho con atención y con felicidad en el corazón, esa cita la he leído, estudiado, orado y predicado muchas veces. De hecho, este fragmento me alegra y me motiva diariamente frente a las adversidades que me desafían, me recuerda que en ellas descubro crecimiento y riqueza.
En ese texto, Pablo no nos propone una acción mágica, no pretende decir que un chasquido de dedos resuelve todos los problemas o aliviana la pesada maleta que cargamos, sin embargo nos recuerda que el sentido de los acontecimientos no lo percibimos inmediatamente, sino cuando hábilmente vemos el todo, el proceso; esto es, cuando somos capaces, con el pasar del tiempo, de unir los puntos y darnos cuenta de las figuras extraordinarias que se han armado, de todo aquello que nos hace ser quienes somos.
Solo el futuro aclara el sentido de algunas situaciones que estamos viviendo hoy, por eso lo importante ahora es dar la batalla con inteligencia, firmeza, solidaridad y disciplina; No torturarnos por la razón trascendente de cada una de esas circunstancias. ¿Les ha pasado que, situaciones que los ahogaron y de las que no entendían su porqué, luego con el paso de los días, develaron aprendizajes, riquezas y hasta bendiciones que los hicieron crecer? En ese contexto, mi certeza es dar lo mejor de nosotros, aunque las preguntas nos arrinconan y amenazan con dejarnos sin ganas para continuar.
Estoy convencido de que nada hago con perder el control, desesperarme, darme por vencido y creerme incapaz porque no entiendo la razón de lo que estoy viviendo. Entiendo que debo serenarme, controlar emociones, aguzar la inteligencia, apretar los dientes y disponerme al trabajo duro, del que en algún momento entenderé sus beneficios.
Benditas esas madrugadas que odié porque me quitaban el mejor de los sueños -que siempre es el que está “antecito” de que suene el despertador-, porque ellas me enseñaron a ofrecer sacrificios reales para adquirir tesoros existenciales. Agradezco las lágrimas que algunas veces me cegaron, porque ellas me enseñaron a amar hasta el extremo, dando lo mejor de mí en cada relación. Levanto los brazos con alegría por aquellas caídas, que aunque dolieron, me enseñaron a ser más fuerte y a adaptarme a situaciones que no deseaba. Celebro esos momentos que me hicieron sentir la ausencia de personas que aprendí a gozar en cada instante que compartimos.
En las biografías que devoro esto queda claro. Los grandes personajes lo son gracias, también, a todos esos momentos difíciles y duros que vivieron. En ellos se forjaron. Estos días leo a Dasso Saldívar en su libro “García Márquez: El viaje a la semilla” y entiendo que Gabo no habría sido quien fue sin esos años en Zipaquirá y Bogotá, en los que el frío y esas maneras culturales lo volcaron a libros, experiencias y personas que nutrieron y consolidaron su obra. Al fin y al cabo cada ser es también el mundo que habita.
Encontremos en cada momento, incluso en los menos tranquilos y avasalladores, la certeza que estamos transitando un camino con sentido, que estamos construyendo una existencia en plenitud. Por eso nos arremangamos dispuestos a trabajar, nos afincamos en las ideas, nos inspiramos en los mejores, nos sentimos apoyados por los que nos aman y vivimos con pasión.