Hay una costumbre popular: hacer un muñeco de trapo y quemarlo a la medianoche del 31 de diciembre. Es una tradición conocida como la quema del Año Viejo, en la que, mientras el muñeco arde y suenan pitos y pólvora, intentamos dejar atrás los malos momentos, las frustraciones y todo aquello que no queremos repetir en el año que comienza.

Mientras el fuego consume al muñeco, simbolizamos el deseo de quemar lo vivido, lo sufrido y lo soportado durante el año que terminó. Sin duda, este año el muñeco no estará solo. Por primera vez en mi vida, quemaré varios Años Viejos. Esta vez tendrán forma y nombre propio: el del presidente Gustavo Petro y el de sus más cercanos escuderos.

No faltará el Año Viejo de Armando Benedetti, Laura Sarabia, Pedro Sánchez —ministro de Defensa—, Roy Barreras, Guillermo Jaramillo —ministro de Salud—, Gustavo Bolívar, Ricardo Roa, director de Ecopetrol, y algunos cuantos más. Tampoco podrá faltar el muñeco que represente a Nicolás Maduro. Este año, la quema del Año Viejo será la quema simbólica de una verdadera caterva de rufianes.

Pero más allá del desahogo simbólico que ofrece el fuego, la quema del Año Viejo debería servirnos también como un acto de reflexión colectiva. No basta con señalar responsables ni con desear que todo lo malo arda y desaparezca; es necesario preguntarnos ¿qué hemos permitido?, ¿qué hemos tolerado y qué hemos callado como sociedad? Cada muñeco que se consume representa no solo a un personaje, sino a un sistema que se alimenta de la indiferencia, la resignación y el conformismo.

Si el fuego purifica, que también ilumine. Que nos recuerde que el cambio real no nace del odio ni de la venganza, sino de la memoria, la participación y la firme decisión de no repetir los errores que hoy condenamos.

Sin embargo, mientras observo cómo arden y explotan los muñecos de trapo, y todo lo que representan, cumpliré la tradición de comer una uva verde por cada mes del año, pidiendo un deseo por cada treinta días del calendario.

En enero, que las matrículas del colegio y la universidad no superen el aumento del salario mínimo. En febrero, que la alegría del Carnaval dure todo el mes. En marzo, que las OPS estén listas y los contratistas no sufran lo que sufrimos los ciudadanos frente a la administración. En abril, que las campañas prometan, aunque sepamos que no cumplirán. En mayo, que Colombia elija un presidente que nos saque del ahogadero y ponga orden en este platanal. En junio y julio, que pasen rápido para que el 7 de agosto llegue pronto. En agosto, que tengamos un nuevo y mejor presidente. En septiembre, octubre y noviembre, que una nueva administración nos acerque a Estados Unidos y permita que reine la justicia, sin violencia, pobreza ni delincuencia, incluida la de cuello blanco.

La última uva será para que el Junior vuelva a ser campeón del fútbol colombiano en 2026. Porque también es válido soñar, celebrar lo nuestro y aferrarnos a pequeñas alegrías que nos unan como país y como sociedad.

Mi deseo de Año Nuevo es claro: que la clase política corrupta de Colombia sea encarcelada; que no tengamos que soportar más violencia, pobreza ni escasez de medicamentos y servicios públicos por culpa de ellos; y que entendamos, de una vez por todas, que ningún partido hará el cambio, porque el verdadero cambio lo construimos como población civil, de la mano de nuestro Creador.

@oscarborjasant