Mal contados, en este momento la longitud de la doble calzada entre Barranquilla y Cartagena llega a unos veinte kilómetros, partiendo desde Puerto Colombia hasta la zona de Palmarito. Digo mal contados porque en cualquier caso esos veinte kilómetros no se han terminado, dado que algunos tramos se encuentran en una especie de reparación permanente que no parece tener fin. De hecho, no recuerdo haber tomado nunca esa doble calzada sin encontrarme con algún desvío temporal que entorpezca el flujo. El estado actual de las cosas responde a un esfuerzo de al menos una década (podría ser más), lo que supone un ritmo de avance de dos kilómetros por año. Como vamos, si hoy empezáramos a completar la conexión entre ambas ciudades, podríamos terminar la obra en el 2056.
Lograr construir dos kilómetros cada dos años no constituye una hazaña de la ingeniería. En otros países de Latinoamérica, proyectos mucho más complejos —con túneles, intersecciones a desnivel, viaductos o terrenos difíciles— se completan en plazos más razonables. En Brasil, por ejemplo, un tramo similar de la BR-163 fue completado en menos de un año. En Chile, la ampliación de la ruta del Loa, de unos 112 kilómetros de longitud, llevó menos de 5 años. En Chimbote, al norte del Perú, este año se culminaron las obras de una autopista de treinta kilómetros en 2 años y 9 meses. En cambio, en nuestro caso, sobre un terreno relativamente llano y con clima favorable, el tiempo parece haberse detenido.
Lo que tenemos hoy es una obra inconclusa, fragmentada y con tramos aún a cargo del Invías en los que se evidencia la pobre capacidad de gestión de la entidad pública. Ni siquiera las podas de la vegetación circundante parecen cumplirse a cabalidad: en las secciones que administra el Invías, parece que la manigua va a terminar de invadir el asfalto. Todo inmerso en un laberinto administrativo, que ha hecho imposible la entrega definitiva.
Lo más grave es que se trata de una vía esencial, un corredor que articula a las dos áreas metropolitanas más dinámicas de la región y que debería ser símbolo de la integración económica, logística y turística del Caribe. Más que buscar culpables, lo que se necesita ahora es sentido de responsabilidad y decisión. No es necesario levantar una autopista monumental, sino concluir, al menos, esos veinte kilómetros iniciales con los estándares que la región merece. No es demasiado pedir, apenas que se termine lo que se empezó. Después veremos si somos capaces de construir los sesenta y dos kilómetros que nos quedarían faltando.
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