El irresponsable e inconveniente incremento del 23,7 % del salario mínimo para el 2026, decretado por el presidente Petro, debe ser leído como lo que en realidad es: una calculada estrategia política para fortalecer su discurso electoral y no una conquista social sostenible.

El anuncio, celebrado en redes sociales por sindicatos y sectores afines al oficialismo como un triunfo histórico para 2,4 millones de trabajadores, el 10 % de los ocupados en el país, según indica el Dane, viene con trampa. Así que más allá de los aplausos momentáneos, es legítimo preguntarse si el desmedido ajuste del Ejecutivo, que cuadriplica la proyección de inflación —de 5,1 %— para 2025, responde a una lectura rigurosa de la realidad económica.

O si, por el contrario, está marcado por el amañado pulso político que antecede a un ciclo electoral. Porque justo allí, entre la diatriba de la lucha de clases o de reivindicación social y la necesidad de asegurar simpatías o votos, se juega el verdadero significado del aumento. Más que una herramienta para dignificar a la clase trabajadora, el populismo salarial de Petro deja a la nación contra las cuerdas y compromete la estabilidad del próximo gobierno.

El decreto, impuesto sin una concertación real y pasando por alto los criterios técnicos que la ley exige, como productividad e inflación, anticipa un impacto inmediato y profundo. Lo primero, más costos laborales para empresas, en particular las pequeñas y medianas, que estiman recortar nómina o pasar a la informalidad para intentar sobrevivir. Casi la mitad del empleo urbano y más del 80 % del rural se encuentra ya en esa condición, de manera que con el incremento de 23,7 % el trabajo precario será la única puerta de entrada al mundo laboral para millones de personas. Es un remedio que promete bienestar, pero estrechará la formalización, hundirá la productividad y presionará al alza precios de la canasta familiar.

Los hogares conocen de primera mano el peso de la inflación en sus economías: alimentos, arriendos, administraciones, tasas, cuotas de vivienda VIS y VIP, pasajes, multas, aportes a seguridad social, costos educativos, tarifas de salud, entre bienes y servicios que se ajustan cada año. Nadie discute que el trabajador necesita protección frente al encarecimiento de la vida. Es de sentido común. Pero un alza de esta magnitud —sin una estrategia clara para ampliar productividad, incentivar formalización, evitar nuevas presiones sobre el empleo u otorgar alivios a las mipymes— corre el riesgo de convertirse en una ilusión de bolsillo. Una mejora nominal que, en poco tiempo, podría diluirse entre nuevos y severos ajustes de precios si las empresas trasladan sus mayores costos al consumidor final, como es lo natural.

Al renunciar al debido análisis económico, el Gobierno del Cambio habría dejado atrás a la mitad del país que labora en condiciones de informalidad. Para ellos, el riesgo inflacionario es devastador porque deberán asumir costos más altos sin recibir ningún aumento. Serán los primeros en sentir el golpe. Lo que Petro anuncia como justicia social puede llegar a ser la política más regresiva de los últimos años, con inflación para todos y aumento para pocos. No cabe duda de que esta ‘victoria’ proclamada por el Ejecutivo podría erosionarse con gran rapidez, todavía más si el Banco de la República sube tasas de interés y encarece el crédito.

En lo fiscal, el golpe es igual de severo. Con un faltante de $16,3 billones para 2026, el aumento del mínimo añade más presión sobre salarios, pensiones, contratos del Estado y ahonda un hueco que ya es muy crítico. Lo cual es paradójico, porque mientras el Ejecutivo declara emergencia económica y anticipa nuevos impuestos, decreta un aumento populista e insostenible en el largo plazo, que amplía sus obligaciones sin precisar cómo las financiará: una contradicción no solo política, sino estructural, producto de su improvisación endémica.

Quienes ahora alaban el decreto, que podría ser demandado por supuestamente incumplir criterios de estructura normativa, tendrán que hacerse responsables de su costo económico y político cuando pase la euforia y se conozca su impacto real. Los hogares colombianos, donde jamás sobra el esfuerzo y siempre faltan los pesos, necesitan certezas para asegurar bienestar, no cargas silenciosas para quienes dependen de la estabilidad de sus empleos. El aumento del mínimo no puede ser visto como un trofeo partidista ni es, por sí solo, una política de progreso socioeconómico; es apenas una pieza de una maquinaria que no avanza a punta de impulsos políticos, sino de decisiones responsables, con una agenda fiscal seria.

La advertencia es tan sencilla como urgente: el salario mínimo no puede crecer por decreto más rápido que la economía lo hace por esfuerzo o capacidad financiera y productiva de las empresas. Esta decisión del mentado salario mínimo vital solo es combustible electoral para un incendio, en el que la clase trabajadora y los más vulnerables terminarán chamuscados.

A nuestra querida y numerosa comunidad de EL HERALDO les deseamos un feliz y próspero año 2026, en el que esperamos que sigamos estando cerca, manteniéndonos en contacto.