La historia del conflicto entre Israel y Palestina es como una fuerte tormenta en altamar, una onda tropical que se convierte en un huracán y que con su fuerza atraviesa generaciones, arrastrando consigo dolor, pérdida y desesperanza. Sus raíces se hunden en siglos de historia, religión y territorio. Entender su origen no es justificarlo: es reconocer la magnitud de una tragedia que sigue dividiendo al mundo.

A finales del siglo XIX, el movimiento sionista cobró fuerza entre los judíos que, tras siglos de persecución, buscaban un hogar donde no temer. Palestina se convirtió en el destino de esa esperanza, pero también en el escenario del desencuentro. La Declaración Balfour al prometer un “hogar nacional judío”, fue percibida por los árabes como una traición a sus derechos.

Tras el horror del Holocausto, el mundo quiso reparar su culpa. En 1948 se proclamó el Estado de Israel, y con ello comenzó otra tragedia: la Nakba, la catástrofe palestina. Más de setecientas mil personas fueron expulsadas o huyeron de sus hogares. Desde entonces, la historia se escribe entre guerras y negociaciones fallidas. Cada intento de diálogo ha tropezado con el mismo muro invisible: el miedo al otro y la imposibilidad de perdonar.

Los Acuerdos de Oslo, en los noventa, fueron una chispa de esperanza que pronto se extinguió. La violencia, alimentada por extremismos, intereses geopolíticos y odios heredados, terminó por sepultar los sueños de paz. Hoy, las imágenes que recorren el mundo son las mismas de hace décadas: niños heridos, familias desplazadas, ciudades reducidas a escombros.

Este conflicto ya no solo pertenece al Medio Oriente; es un espejo que refleja lo que ocurre cuando el odio se convierte en política y la venganza en herencia. La guerra en Gaza no distingue religión ni bandera: destruye por igual. Es la prueba de que la humanidad puede avanzar en tecnología, pero retroceder en compasión.

Hablar de paz no es ingenuidad, es valentía. La paz no se construye con misiles ni con muros, sino con justicia, memoria y humanidad. Requiere reconocer el dolor del otro, tender la mano donde antes hubo un arma y aprender que ninguna tierra vale más que una vida.

Mientras el poder pese más que la vida, seguiremos repitiendo esta historia como un eco interminable. Porque cuando la guerra se normaliza, todos perdemos un poco de nuestra humanidad. Y solo cuando el silencio de las armas sea más fuerte que el ruido del rencor, podremos decir que, al fin, hemos encontrado la ruta hacia la paz.

@oscarborjasant