Colombia atraviesa una temporada de tensión creciente, las crisis se fabrican en vez de resolverse, cada semana hay polémica que genera zozobra. El presidente Petro, que criticaba a Iván Duque por pronunciarse sobre Ucrania mientras en Arauca persistía la violencia, ahora viaja a EE. UU. para pedirles a las tropas de ese país que se subleven. En la vehemente defensa de la causa palestina, se olvida que en La Guajira aún falta agua. La revocatoria de las visas se convierte en una herramienta para la contienda electoral: nacionalismo populista. Una narrativa que activa emociones más que razonamientos, creando terreno fértil para la movilización electoral. La política, en este escenario, se convierte en espectáculo más que en gestión. La búsqueda permanente de luchar contra “ellos”.
En los últimos años, la retórica internacional ha adquirido un protagonismo inusual. Resulta peculiar la desmesurada defensa del presidente del Cartel de los Soles, los migrantes ilegales, el Tren de Aragua, la causa de Gaza, y la defensa de Rusia. Más que posiciones diplomáticas, parecen provocaciones para causar la ira del Gobierno de EE. UU. Son declaraciones que no solo copan titulares, cuando el país desafía el “imperio,” se quiere posicionar un mensaje: quien defiende la soberanía es quien puede liderar. El populismo se nutre de estas emociones; promete unidad frente a amenazas, simplifica problemas complejos. Esconde la mala gestión en un sentimiento.
Colombia enfrenta desempleo juvenil superior al 22 %, 13.000 homicidios en el último año, producción de cocaína en niveles récord, crisis estructural en la salud, y crecimiento del Clan del Golfo. Los problemas estructurales requieren soluciones sostenibles, no manifestaciones en plazas públicas. Sin embargo, la narrativa gubernamental busca la indignación nacional por un tema de visas, con funcionarios renunciando a la suya para extender el ciclo de noticias. El mensaje populista desplaza la conversación sobre políticas públicas efectivas, convirtiendo cada incidente en espectáculo, cada conflicto en oportunidad política.
El populismo nacionalista se alimenta de la percepción de crisis. Un país con instituciones debilitadas, gracias a que 78 % de los ciudadanos considera que la administración pública es ineficiente, es terreno propicio para la irracionalidad. Se corre el riesgo de priorizar símbolos sobre resultados: banderas sobre políticas, emociones sobre gestión, el riesgo de retórica incendiaria que solo nos divide como país. El Gobierno necesita culparlos a “ellos” para excusar sus falencias. Y eso, lejos de fortalecer la democracia, es la necesidad de destruir para sobrevivir, la necesidad de una constituyente.
El nacionalismo populista puede movilizar votos, pero no resuelve desempleo, no reduce homicidios, ni asegura inversión. La emoción puede mover multitudes, pero la gestión construye país. La democracia exige priorizar resultados sobre símbolos, propuestas serias sobre espectáculo. Ignorar esto es convertir cada conflicto en un instrumento de manipulación, y a cada ciudadano en espectador, en vez de actor del cambio, es apelar a nuestros peores instintos. En 2026, probablemente escucharemos la excusa: “Tenía buenas ideas, pero no lo dejaron”, porque necesitan ese relato para ganar.
@SimonGaviria