La muerte de Charlie Kirk, más allá de sus posturas políticas, dejó en evidencia un problema mayor: ya no sabemos escuchar. Bastó que se conociera la noticia para que las redes se inundaran de celebraciones grotescas, lamentos genuinos y llamados a la venganza. En vez de respeto, lo que emergió fue la incapacidad de separar a la persona de sus ideas, la vida del combate político.
Kirk incomodaba. Era visto como la cara joven y el futuro de los republicanos. Su manera de conectar con la gente era con confrontación: hablaba fuerte, con frases cortas y absolutas que ponían al otro contra las cuerdas. Atacaba a las universidades por “adoctrinar”, se oponía al aborto y usaba las peleas culturales para ganar atención. No se trata de estar de acuerdo con sus posiciones, muchas de ellas radicales, sino de reconocer algo que lo hacía distinto: le gustaba conversar. Sus giras Prove Me Wrong lo demostraban. Invitaba a estudiantes a discutir con él, a contradecirlo frente a una audiencia. Para algunos era un agitador; para otros, un referente. Pero en todo caso siempre creyó en debatir desde las ideas.
Ese espacio en el mundo de hoy se está extinguiendo. Si no piensas como yo, te elimino. A Kirk lo eliminaron en el sentido más trágico, quitándole la vida. Pero existen otras formas de eliminar, más comunes y silenciosas que vemos día a día: cancelar en redes, arruinar la reputación desde cuentas anónimas, linchar digitalmente hasta forzar la autocensura. En esta era, la intolerancia se ha vuelto costumbre y nos escondemos detrás de las pantallas para destilar odio y aplaudir cuando el otro desaparece.
La reacción a su muerte lo demostró. Unos celebrando, otros pidiendo venganza. Hasta un congresista en Estados Unidos proponiendo quitar licencias o negar visas a quienes lo insultaran en redes. Es decir, callar a la fuerza al que piensa distinto. Pero esa salida no arregla nada; lo que empieza con castigar una burla termina abriendo la puerta a la censura. La democracia no se cuida con mordazas, sino con argumentos, como intentaba hacer Kirk.
La paradoja es evidente. Kirk defendía con fuerza la Segunda Enmienda y al mismo tiempo pedía libertad de expresión. Incluso había admitido que algo había que hacer para evitar que armas de guerra terminaran en manos equivocadas. Y fue víctima de eso mismo: un joven de 22 años, con un rifle legal, lo asesinó en plena universidad. Un país que regula hasta la venta de medicamentos todavía permite que cualquiera compre un arma de asalto como si fuera un videojuego.
Lo que pasó con Kirk va más allá de él: es el síntoma de una sociedad que prefiere eliminar al distinto antes que escucharlo, que castiga la palabra incómoda y permite la violencia. Si el debate muere, la democracia muere con él. Y lo que ocupa su lugar nunca trae justicia, solo tristeza.
@miguelvergarac