En el ámbito académico y profesional, el síndrome del impostor se entiende como la sensación persistente de no merecer los logros alcanzados, de haber llegado a un lugar por azar o indulgencia de los demás y no por mérito propio. Quienes lo padecen viven con la angustia de ser desenmascarados en cualquier momento. Paradójicamente, suele afectar con mayor frecuencia a personas talentosas, con trayectorias comprobables, cuya autopercepción distorsionada les resta confianza. Basta recordar algunos casos célebres en la ciencia: Marie Curie, doble premio Nobel, escribió en sus diarios que temía no estar a la altura de la comunidad científica; Albert Einstein confesó que se sentía un “estafador involuntario”, convencido de que su fama era desproporcionada.
Mientras en la academia y la investigación es común que profesionales con décadas de formación y prestigio mundial cuestionen sus propias competencias, en la política nacional contemporánea proliferan aspirantes presidenciales que, con hojas de vida modestas o con una experiencia limitada a lo privado, se sienten llamados a conducir los destinos de una nación compleja, atravesada por profundos retos en seguridad, economía, salud y educación.
La ironía resulta evidente: el síndrome del impostor golpea a científicos, docentes y artistas que, pese a aportar de manera decisiva al desarrollo social, se preguntan constantemente si están a la altura de su labor. En contraste, en la política colombiana el descrédito del cargo presidencial parece haber actuado como vacuna contra cualquier titubeo. Así, la multiplicación de candidaturas puede interpretarse como el reverso del síndrome: una suficiencia impostada, cercana al efecto Dunning-Kruger, donde quienes menos preparación poseen suelen sobrestimar sus capacidades. La convicción no nace del mérito, sino de la oportunidad; el afán de figurar pesa más que la conciencia de responsabilidad histórica; y el desprestigio del cargo, lejos de inhibir, termina por alentar.
La proliferación de aspirantes no enriquece la democracia, la erosiona. La ciudadanía, enfrentada a una lista de nombres cada vez más numerosa y menos diferenciada, se mueve entre la apatía y la frustración. El exceso de ruido diluye el debate de fondo y el voto corre el riesgo de orientarse más por emociones manipuladas que por proyectos de país consistentes. Si esta tendencia se afianza, se habrá instalado en nuestros políticos una especie de vacunación social contra la autocrítica, donde la frivolidad de aspirar sustituye al rigor de prepararse. Lo que en el individuo que padece el síndrome del impostor es una lucha íntima contra la duda, en la esfera pública se convierte en una peligrosa ausencia de escrúpulos.
De allí que el verdadero desafío para el electorado sea elegir a quien demuestre capacidad para recuperar la dignidad de la figura presidencial. Aspirar al cargo debería implicar no solo ambición personal, sino también trayectoria, preparación y un reconocimiento social amplio. Solo entonces el síndrome del impostor, con todas sus sombras, dejará de ser una rareza en política y se transformará en recordatorio saludable de que gobernar un país no es un juego de azar ni un trampolín de vanidades, sino la más alta responsabilidad democrática.
Una sociedad que celebra candidatos inmunes a la duda corre el riesgo de elegir gobernantes igualmente inmunes a la conciencia de sus propias limitaciones.
@hmbaquero