La Corte Constitucional, siguiendo los pasos de Úrsula Iguarán en Macondo, dio el visto bueno a una ley que prohíbe las peleas de gallos en Colombia. Esta decisión, que busca con acierto proteger a los animales, tendrá sin duda un enorme impacto en la cultura.
La pasión de los hombres por los gallos de pelea se remonta a un pasado innombrable. De origen asiático, estas aves singulares arribaron a Europa antecediendo por mucho la ruta de las especies. Grecia consintió a los gallos con toda su sapiencia y Sócrates los catapultó a la fama antes de beber la cicuta. Roma, siempre ávida de sangre, saludó como nadie la reciedumbre de los gladiadores emplumados. En el ámbito teológico, San Agustín creyó entrever una secreta armonía del universo cifrada por Dios en las riñas feroces de los gallos finos. En los albores del siglo XVI, no es difícil adivinarlos temblorosos, pero más altivos y gallardos que el resto de la tripulación, en los galpones repulsivos de las naos españolas y portuguesas que cruzaron el océano hasta el Nuevo Mundo. No pasaría mucho tiempo para que los antiguos adoradores del quetzal resplandeciente se afiebraran a muerte con los gallos de pelea y esparcieran su virulenta fiebre por todo el Caribe y el resto de América.
En menos de lo que canta un gallo, estas aves pasaron del guacal a los principales campos de producción cultural del continente. La pintura, la literatura y la música popular han registrado a través del tiempo la presencia e importancia de los gallos en el imaginario de América Latina. En México, por ejemplo, se escribe El gallo de oro, un guion impecable que compite en belleza con los mejores cuentos de Rulfo y recrea el drama de un gallero, atrapado como una chiripa en las redes de la fatalidad, los gallos de combate y la suerte arisca de la baraja.
También en México, pero en el campo de la novela, García Márquez narró con inusitada maestría la aventura épica que se desencadena a causa del encontronazo mortal de dos galleros. Dicho de otro modo, si en el segundo capítulo de Cien años de soledad el gallo de Prudencio Aguilar hubiera triunfado, su dueño no habría tenido que burlarse de la supuesta impotencia de José Arcadio Buendía y, en consecuencia, todos los eventos posteriores, incluyendo la travesía de la sierra, la fundación misma de Macondo y el Nobel de Gabito se verían anulados por un plumazo de gallo fino. Años antes, García Márquez había escrito en una buhardilla de París la historia de un viejo coronel desesperanzado que aparenta cifrar sus esperanzas en un gallo de pelea, mientras aguarda con su esposa asmática una pensión que nunca llega.
Del mismo modo, en el campo de la música caribeña los juglares vallenatos y sabaneros exaltaron el incuestionable valor y la casta de estas aves en un sinnúmero de composiciones…